sábado, 25 de mayo de 2013

Por una crítica positiva (y II)

Crítica del liberalismo y el marxismo
El liberalismo ha podido seducir, durante un tiempo, con su apariencia generosa. La realidad ha disipado ese sueño. Esa idea muerta es hoy, el camuflaje de la dictadura hipócrita del capitalismo internacional extendido sobre todas las democracia de Occidente.
La oligarquía capitalista nació a finales del Siglo XVIII. Las ideas liberales que se extendieron en la época en Francia, sirvieron de justificación a los intereses conjugados de la alta aristocracia y el dinero, para oponerse a la autoridad del poder central que los tenía desde hacia tiempo bajo control. Esta lucha de los grandes intereses contra el poder popular (representado por la monarquía francesa) se reencuentra de forma constante a lo largo de los tiempos. En las sociedades organizadas, una vez despojada la envoltura institucional de forma monárquica o republicana que esconde la realidad, se disciernen dos tipos principales del poder: el primero se apoya en el pueblo para contener a los grandes intereses, feudales o financieros, el segundo está en mano de los grandes intereses para explotar al pueblo. El primero se identifica con la comunidad popular y se convierte en servidor de su destino, el segundo somete la comunidad popular para la única satisfacción de sus apetitos.
Las democracias modernas, que pertenecen al segundo tipo siguieron la evolución del capitalismo de la que no eran sino la emanación política. El capitalismo, habiendo perdido su forma personal y nacional para convertirse en financiero y apátrida, las democracias divergentes que subsistían entre estos últimos cesaron en el mismo momento en que apareció la amenaza de un despertar popular. Si la mentira y la astucia en la que son maestros se revelan como insuficientes, emplean las armas más mortales, las amenazas más violentas. No han retrocedido nunca ante el genocidio, los bombardeos atómicos, los campos de concentración, la tortura y la violación psicológica.
La oligarquía capitalista es indiferente a la suerte de las comunidades nacionales. Su objetivo es satisfacer una insaciable voluntad de poder por el dominio económico del mundo. Hombres y civilizaciones se ven sacrificados a los designios puramente materialistas que coinciden con los de los marxistas. Para los tecnócratas como para los comunistas, el hombre es un animan económico dotado de dos funciones; producir y consumir. Aquello que no mide una regla de cálculo está clasificado dentro de lo superfluo. Esa cosa superflua debe ser sometida a lo esencial: el rendimiento económico. Las tendencias individualistas, que son una molestia para la edificación y aplicación de los planes, deben desaparecer. En las sociedades materialistas no queda lugar sino para las masas perfectamente dóciles, homogéneas, normalizadas.
Aquellos que no aceptan el condicionamiento de los espíritus y la castración de la masa son marcados por le nombre de “fascistas”. Poner en duda la sinceridad de los dueños de la opinión en la democracia o mostrar las contradicciones de la “línea” en el régimen comunista, rechazar la cultura occidental a los mugidos prehistóricos de la negritud o la descomposición mórbida de un cierto modernismo, despreciar la “conciencia universal”, sonreír ante la evocación del derecho de los pueblos a disponer de sí mismos son las pruebas de un espíritu malsano y rebelde. Rebelión que conduce a la eliminación física en el régimen comunista y a la eliminación social en el régimen liberal. Así, uno y otro destruyen, con el individualismo creador y el arraigo popular, la esencia misma del hombre y su comunidad. Empujan a la humanidad por un callejón sin salida, en la peor de las regresiones. La historia de los hombres no es sino un largo esfuerzo para liberarse de las leyes de la materia. El éxtasis mítico, el arte, la ciencia, las reglas éticas son tantas otras conquistas del espíritu y la voluntad humanas. La permanencia de esas victorias ha dado nacimiento a las civilizaciones. Creaciones arbitrarias de la sensibilidad, la inteligencia y la energía de los pueblos, las civilizaciones se desarrollan y depuran en tanto conservan su poder creador. Los pueblos que las han dado nacimiento pierden la fuerza para defenderse contra los asaltos externos, que desaparezcan sus virtudes originales, su energía vital y la civilización desaparece a su vez en la aniquilación o la decadencia.
Tal es el término lógico al que conduce la explotación del hombre por la casta de los tecnócratas o por la “nueva clase dirigente”. Esas dos fuerzas, salidas de una misma filosofía.
Liberalismo y marxismo han tomado vías distintas que les han llevado a oponerse pero que llevan a los mismos resultados: la servidumbre de los pueblos anteriormente engañados por los mitos democráticos. La democracia es el nuevo opio de los pueblos.
Un humanismo viril
Los pueblos europeos han edificado una civilización única en la historia.
Su poder creador, a pesar de los milenios, no se ha apagado. Incluso aquellos que se declaran como sus enemigos reconocen implícitamente su universalidad. Entre un Oriente tradicional, sometido a reglas metafísicas, y las nuevas sociedades materialistas, la civilización europea ha hecho la síntesis de las aspiraciones espirituales y las necesidades materiales. Mientras que la uniformidad de la masa es propuesta como ideal en todo el mundo, exalta el individualismo de los fuertes, el triunfo de la calidad humana sobre la mediocridad.
Resume en sí misma el equilibrio a establecer como solución a las transformaciones creadas por la revolución técnica en la vida de los hombres. Fundada sobre valores individuales y comunitarios, esta nueva armonía puede ser definida como un humanismo viril.
Tabla de valores nueva, este humanismo viril rechaza la falsa ley de la cantidad y quiere plegar la potencia de la técnica y la economía a la voluntad civilizadora del hombre europeo. Este reencontrará en un terreno familiar, en el seno de su linaje y en la cultura original de su pueblo, un mundo a su medida. Descubrirá el significado de su existencia en la realización de su destino humano, en la fidelidad a un estilo de vida basado en la ética europea del honor.
La ética del honor se opone a la moral del esclavo del materialismo liberal o marxista. Afirma que la vida es un combate. Exalta el valor del sacrificio. Cree en el poder de la voluntad sobre los sucesos. Funda en la lealtad y la solidaridad las relaciones de hombres de una misma comunidad. Confiere al trabajo una grandeza en sí misma independiente de la ganancia. Encuentra el sentido de la verdadera dignidad del hombre no concedida sino conquistada a través del esfuerzo permanente. Desarrolla en el hombre europeo la conciencia de sus responsabilidades con respecto a la humanidad de la que es el ordenador natural.
Un orden vivo
La legitimidad de un poder no se resume en la observación de una ley escrita eminentemente variable o el consentimiento de las masas obtenido a través de la coacción psicológica de medios publicitarios. Es legítimo el poder que observa el derecho de la Nación, sus leyes no escritas reveladas por la historia.
El ilegítimo el poder que se aparta del destino nacional y destruya las realidades nacionales. Así pues la legitimidad pertenece a aquellos que combate para restablecer la Nación en sus derechos. Minoría lúcida. Forma la élite revolucionaria sobre la que descansa el porvenir.
El mundo no se doblega ante un sistema sino frente a una voluntad. No es el sistema lo que hay que buscar sino la voluntad. Ciertamente, la misma estructura del estado debe ser pensada en torno a algunos principios directores: la autoridad, la continuidad, la potencia del concepto se encuentran reunidas en una dirección de forma colegiada: esta se apoya en un cuerpo de cuadros políticos jerarquizados, asistidos por una verdadera representación popular de las profesiones y comunidades regionales aptos para deliberar sus propios problemas. Pero importa sobre todo forjar a los hombres sobre los que descansarán la comunidad y el futuro de la civilización.
No son las máquinas ni los sabios quienes decidirán la suerte de la humanidad. Los inmensos problemas que plantearán nuevos desarrollos técnicos exigirán una élite política llamada por la vocación, dotada de una voluntad inflexible al servicio de una conciencia plena de su misión histórica. Esa aplastante responsabilidad justificará que se les demande más que a otros hombres.
El cinco por ciento de los individuos, admiten los sociólogos, son profundamente perversos, tarados, viciosos. En el otros extremo, se observa una misma proporción de hombres que poseen, naturalmente y de forma desarrollada, cualidades particulares de energía y abnegación que les predisponen a servir la comunidad, y así a dirigirán. Las democracias que instauran el reino del engañó y el dinero están, en gran parte, dominadas por los primeros. La revolución Nacionalista deberá eliminar a los primeros e imponer a los segundos.
La selección y la educación, desde la juventud, de esa élite humana estarán entre las primeras preocupaciones de la nueva sociedad. Su formación animará el vigor de su carácter desarrollará su espíritu de sacrificio, abrirá su inteligencia a las disciplinas intelectuales. Mantenidos en la pureza original, no tan sólo por un compromiso de honor sino por una regla estricta y particular, formarán un orden vivo constantemente renovado en el tiempo, pero siempre similar en su espíritu. Así el poder de aquellos que manejan el dinero será sustituido por el de los creyentes y combatientes.
Una economía orgánica
La economía no es un fin en sí misma. Es un elemento en la vida de las sociedades, entre los principales, pero tan sólo un elemento. No es la fuente o la explicación de las evoluciones de la humanidad. Es un agente o una consecuencia. Es en la psicología de los pueblos, en su energía y sus virtudes políticas, donde se encuentra la explicación de la historia.
La economía debe someterse a la voluntad política. Que esta desaparezca – como es propio de los regímenes liberales – y las fuerzas económicas desatadas arrastran a la sociedad hacia la anarquía.
Así el problema inmenso de la economía se inscribe de forma natural en la revolución Nacionalista. Sería regresar a los errores mortales “nacionales” negar la importancia o desembarazarse de ella con una palabra milagrosa tan sujeta a la confusión y el debate como “corporativismo”, por ejemplo.
El capitalismo ha creado un mundo artificial en que el hombre está inadaptado. Por otra parte, la comunidad popular es explotada por una casta estrecha que monopoliza todos los poderes y tiende a la supremacía internacional. Finalmente, el capitalismo esconde bajo una orgía de palabras nuevas un concepto anacrónico del que la economía soporta las consecuencias. Estas críticas se aplican palabra por palabra al comunismo.
La solución a la inadaptación del hombre en un mundo que ya no está hecho para él, es, ya lo hemos visto, un problema político. El desarrollo técnico y económico no encuentra en si mismo su justificación; depende de su uso. Corresponde al nuevo Estado someter la economía a sus designios, convertirla en la herramienta de una nueva primavera europea. Crear valores civilizadores, forjar las armas de un poder necesario, elevar la calidad del pueblo serán entonces sus objetivos.
Se trata de una transformación total de la estructura de la empresa (no hablamos aquí sino de la empresa de capital financiero o similar, no de la pequeña empresa familiar que debe ser preservada y donde no se plantea el problema) y de la organización general de la economía reside el medio de destruir el poder exorbitante de la casta tecnocratita, suprimir la explotación de los trabajadores, establecer una justicia real, reencontrar la verdad económica y un funcionamiento sano.
En el régimen capitalista, como en el comunista, la empresa es propiedad exclusiva del capital financiero en un caso, del capital estatal en el otro.
Para los asalariados, ya sean cuadros o simples trabajadores, el resultado es el mismo: son robados, las riquezas producidas por su trabajo son absorbidas por el capital.
Esta posición favorable da al capital todos los poderes sobre la empresa: dirección, gestión, son exteriores y tienden ante todo a realizar un beneficio financiero, a veces en detrimento de la producción y de la misma empresa.
La frase famosa de Proudhon encuentra aquí todo su significado: “La propiedad es el robo”. Suprimir la apropiación es la solución justa que dará nacimiento a la empresa comunitaria. El capital tomará entonces su justo lugar como elemento de producción, al lado del trabajo. Uno y otro participarán, con un poder proporcional a su importancia en la empresa, a la designación de la dirección, a la gestión económica y al beneficio de las ganancias reales.
Esta revolución en la empresa se inscribirá en una nueva organización de la economía que tomará por base la profesión y le cuadro geográfico regional. Suprimiendo los parásitos y el poder de los financieros, creará un conjunto de cuerpos intermedios. Estas nuevas estructuras, capaces de integrarse fácilmente en Europa, no pueden tener una mejor definición que la de “economía orgánica”.
Una joven Europa
La victoria americana y soviética de 1945 puso fin a los conflictos entre naciones europeas. La amenaza de los adversarios y de los peligros comunes, una evidente solidaridad de destino en los buenos y malos días, interesas similares han desarrollado el sentimiento de unidad.
Este sentimiento se ve confirmado por la razón. La unidad es indispensable para el futuro de las Naciones Europeas. Han perdido la supremacía de la cantidad; unidas reencontrarían la de la civilización, el genio creador, el poder organizativo y la potencia económica. Divididas, sus territorios están consagrados a la invasión y sus ejércitos a la derrota; unidas constituirían una fuerza invencible.
Aisladas, se convertirán en satélites, con la certeza de caer, como ya parte de ellas ha caído, bajo el dominio soviético. La civilización europea sería sistemáticamente combatida y se pondría punto final a la evolución de la humanidad. Unidas tendrán, por el contrario, los medios para imponerse y asegurar su misión civilizadora.
La unidad no puede ser la extensión de los organismos financieros y políticos creados en la posguerra. Tienen por fin extender el poder internacional de la tecnocracia que controla todos los mecanismos, y preservar los privilegios políticos económicos que se disimulan detrás de los anuncios de la democracia. Esas instituciones aportan desde ahora a escala europea y multiplicada los vicios y consignas engendrados por el régimen en cada una de las naciones. En nombre de Europa, el desarrollo de esas instituciones acelera la decadencia.
Unidad no puede significar nivelación. La uniformidad y el cosmopolitismo destruirían Europa. Sun unidad se edificará en torno a las realidades nacionales que cada pueblo decide defender: comunidad histórica, cultura original, raíces. Querer limitar Europa a la influencia latina, o a la germánica, sería mantener la división, incluso desarrollar una nueva hostilidad. Pero sobre todo, sería negar la realidad europea concretada por Roma y la Edad Media en una fusión de sus dos corrientes: continental y mediterránea.
Imaginar Europa bajo la hegemonía de una Nación sería recomenzar un sueño sangriento del que la historia lleva aún marcas recientes; la diversidad de lenguas y orígenes no es un obstáculo; numerosos estados son multilingües y el Imperio romano. Que edificó la primera unidad europea en el respeto a los pueblos reunidos y sus culturas, se dio emperadores nacidos tanto en Roma con en la Galia, en Iliria o España.
Europa no se limita a la frontera artificial del telón de acero impuesto por los vencedores de 1945. Engloba la totalidad de las naciones y pueblos europeos. Pensar en la unidad es, ante todo, pensar en la liberación de todas las naciones cautivas, de Ucrania a Alemania. El destino de Europa está en el Este; romper las cadenas, abatir la tiranía soviética, rechazar la marea asiática.
Fuera del bloque continental europeo, los pueblos y estados que pertenecen a su civilización forman Occidente. Europa es su alma. Su solidaridad completa se afirmará sobre todo con los centros occidentales de África. Esas posiciones son las bases de una nueva organización del continente africano, cuya suerte esta ligada a la de Europa.
En la construcción europea, los pueblos subdesarrollados encontrarán un ejemplo y soluciones a sus propias dificultades. No es limosa lo que necesitan sino organización. Europa posee un cuerpo incomparable de cuadros especializados en cuestiones de ultramar. Ninguna potencia podrá rivalizar con el talento organizativo de esos cuadros respaldados por el despertar del dinamismo europeo. Sacarán a esos pueblos de la miseria y la anarquía, los aproximarán a Occidente.
No serán los acuerdos económicos los que unirán Europa, sino la adhesión de sus pueblos al Nacionalismo. Obstáculos que parecen insuperables son debidos a las estructuras democráticas. Una vez barrido el régimen, esos falsos problemas desaparecerán por sí mismos. Es pues evidente que sin revolución no hay unidad europea posible.
El triunfo de la revolución en una Nación de Europa –y Francia es la única que reúne las condiciones queridas—permitirá una rápida expansión a otras naciones. La unidad de dos naciones desembarazadas del régimen desarrollará tal fuerza de seducción, tal dinamismo que los dos viejos sistemas, el telón de acero y las fronteras se hundirán. La primera etapa de la unidad será política y creará de forma evolutiva un solo Estado colegiado. Las otras etapas, militares, económicas, seguirán. Los movimientos nacionalistas de Europa serán los agentes de esa unidad y el núcleo del futuro orden
Así la Joven Europa, fundada sobre una misma civilización, un mismo espacio y un mismo destino, será el centro activo de Occidente y el orden mundial. La juventud de Europa tendrá nuevas catedrales por construir y un nuevo imperio que edificar.
Sangre nueva
La entrada de la juventud en el combate político, la influencia de las luchas llevadas a cabo en Francia, los problemas nuevos, han acelerado la necesidad de una nueva definición de la ideología Nacionalista como doctrina de la Joven Europa. Numerosos contactos, intercambios de ideas, conferencias comunes, han demostrado una convergencia de conceptos entre todos los militantes europeos. Los últimos años, que han sido una fuente incomparable de enseñanzas para los nacionalistas en Francia, aparecen al mismo tiempo como una experiencia única ofrecida a los Nacionalistas de Europa. Allá se forja un método adaptado a las nuevas condiciones de lucha. En la crítica positiva iniciada por los militantes franceses, los combatientes europeos encontrarán lecciones que guiarán su acción.
El revolucionarismo
No son los medios utilizados sino los fines los que caracterizan una organización revolucionaria. Los medios, por su parte, no dependen sino de las circunstancias, Así, el partido bolchevique recurrió a la ilegalidad y la violencia, mientras el partido nacional socialista, otra organización revolucionaria, utilizó únicamente medios legales para conquistar el poder.
La expresión agitada, la promesa de un Apocalipsis, nunca han hecho avanzar un solo paso el nacionalismo, sino lo contrario. El adversario encuentra argumentos fáciles, el pueblo se aparta de gente que se presenta como locos peligrosos, los partidarios se desaniman o a su vez, se deforman.
El revolucionarismo caricaturesco, en sus pretensiones, actitudes y acción, es el enemigo de la revolución. Son sobre todo los elementos jóvenes los que deben desconfiar del mismo. Vestir un disfraz bautizado como uniforme, confundir sectarismo e intransigencia, mostrar una violencia gratuita son prácticas que revelan un carácter infantil. Algunos encuentran la exaltación de un romanticismo morboso. La revolución no es un baile de disfraces ni una tribuna para mitómanos. La acción revolucionaria no es la ocasión de presumir quien es el más puro.
Bases en el pueblo
La acción tiene por objetivo iluminar al pueblo intoxicado por la poderosa propaganda del régimen, proponerle los ideales nacionalistas y organizarse para vencer. Es por ello que la prioridad le corresponde a la propaganda. Dirigida a la masa, esa acción debe ser rigurosamente legal.
Trabajar en medio del pueblo no es un privilegio comunista. Sólo se necesita un método adaptad. Penetración sistemática y paciente, revestirá los aspectos más variados. El descontento de los trabajadores de una empresa contra los sindicatos, la revuelta de los inquilinos de un barrio, la concentración de refugiados norteafricanos en unas viviendas protegidas, la apertura de una federación local de pequeños propietarios del campo, una corporación estudiantil, la renovación de mandato de un municipio favorable, un centro de instrucción del ejército, una escuela profesional, he aquí, al azar, otras tantas ocasiones para construir progresivamente, con perseverancia y una perfecta adaptación al medio, “bases” nacionalistas. El profesor, el ingeniero, el oficial, el sindicalista, militantes nacionalistas, serán cada cual en su ambiente, los organizadores de esas “bases”.
La organización de tales bases en ambientes populares implica una especialización del trabajo y la concentración de los esfuerzos de todos en aquellos puntos escogidos tras un análisis de las oportunidades y los medios a emplear. Vale más controlar en toda Francia una única empresa, un municipio, una facultad que desplegar una agitación generalizada sin agarre en la masa. Esos puntos fuertes del Nacionalismo se convertirán por ejemplo en las mejores bazas de su propaganda. Serán escuelas de militantes y organizadores que, a su vez, proseguirán en trabajo en otros medios. En una acción de largo alcance sin gloria ni figurado. Es un trabajo de hormiga. Pero sólo esta acción será eficaz.
División del trabajo y centralización
La variedad de las actividades de la Organización, la diversidad de los medios que debe penetrar, el carácter a la vez visible e invisible de la lucha, imponen una división del trabajo que debe ir, en algunos casos, a la compartimentación. Este fraccionamiento por áreas de actividad, confiadas a responsables probados, se acompaña lógicamente de un mando único y centralizado en lo alto.
En el interior de cada área de actividades, la división del trabajo y la especialización de los miembros deben practicarse igualmente. Las organizaciones locales deben poder consagrarse con el máximo de eficacia a la acción, la centralización y la especialización de las tareas deben permitirlas esa posibilidad. Por tomar un ejemplo, el de la propaganda, más capaz de facilitar rápidamente un material adaptado a los grupos que las iniciativas artesanales, impotentes para luchar contra la propaganda contraria.
Para sus militante, la organización debe estar presente en todas partes, incluso entre el enemigo. La presencia de militantes en ciertos mecanismos económicos o administrativos puede ser de una utilidad infinitamente superior a su participación como simples maniobras en las actividades de un grupo de acción. La lucha no es única en sus formas. Es por eso que la división del trabajo debe ser aplicada igualmente en el escalón de las organizaciones locales. Los miembros deben de ser elementos activos del trabajo común, responsables de tareas precisas y no simples ejecutantes. Bajo estas condiciones se formarán militantes eficaces, organizadores, cuadros de mando.

Dominique Venner 
El texto completo puede leerse en "¿Qué es ser Nacional Revolucionario?", de Ediciones Nueva República

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