Crítica del liberalismo y el marxismo
El liberalismo ha podido seducir, durante
un tiempo, con su apariencia generosa. La realidad ha disipado ese
sueño. Esa idea muerta es hoy, el camuflaje de la dictadura hipócrita
del capitalismo internacional extendido sobre todas las democracia de
Occidente.
La oligarquía capitalista nació a finales
del Siglo XVIII. Las ideas liberales que se extendieron en la época en
Francia, sirvieron de justificación a los intereses conjugados de la
alta aristocracia y el dinero, para oponerse a la autoridad del poder
central que los tenía desde hacia tiempo bajo control. Esta lucha de los
grandes intereses contra el poder popular (representado por la
monarquía francesa) se reencuentra de forma constante a lo largo de los
tiempos. En las sociedades organizadas, una vez despojada la envoltura
institucional de forma monárquica o republicana que esconde la realidad,
se disciernen dos tipos principales del poder: el primero se apoya en
el pueblo para contener a los grandes intereses, feudales o financieros,
el segundo está en mano de los grandes intereses para explotar al
pueblo. El primero se identifica con la comunidad popular y se convierte
en servidor de su destino, el segundo somete la comunidad popular para
la única satisfacción de sus apetitos.
Las democracias modernas, que pertenecen
al segundo tipo siguieron la evolución del capitalismo de la que no eran
sino la emanación política. El capitalismo, habiendo perdido su forma
personal y nacional para convertirse en financiero y apátrida, las
democracias divergentes que subsistían entre estos últimos cesaron en el
mismo momento en que apareció la amenaza de un despertar popular. Si la
mentira y la astucia en la que son maestros se revelan como
insuficientes, emplean las armas más mortales, las amenazas más
violentas. No han retrocedido nunca ante el genocidio, los bombardeos
atómicos, los campos de concentración, la tortura y la violación
psicológica.
La oligarquía capitalista es indiferente a
la suerte de las comunidades nacionales. Su objetivo es satisfacer una
insaciable voluntad de poder por el dominio económico del mundo. Hombres
y civilizaciones se ven sacrificados a los designios puramente
materialistas que coinciden con los de los marxistas. Para los
tecnócratas como para los comunistas, el hombre es un animan económico
dotado de dos funciones; producir y consumir. Aquello que no mide una
regla de cálculo está clasificado dentro de lo superfluo. Esa cosa
superflua debe ser sometida a lo esencial: el rendimiento económico. Las
tendencias individualistas, que son una molestia para la edificación y
aplicación de los planes, deben desaparecer. En las sociedades
materialistas no queda lugar sino para las masas perfectamente dóciles,
homogéneas, normalizadas.
Aquellos que no aceptan el
condicionamiento de los espíritus y la castración de la masa son
marcados por le nombre de “fascistas”. Poner en duda la sinceridad de
los dueños de la opinión en la democracia o mostrar las contradicciones
de la “línea” en el régimen comunista, rechazar la cultura occidental a
los mugidos prehistóricos de la negritud o la descomposición mórbida de
un cierto modernismo, despreciar la “conciencia universal”, sonreír ante
la evocación del derecho de los pueblos a disponer de sí mismos son las
pruebas de un espíritu malsano y rebelde. Rebelión que conduce a la
eliminación física en el régimen comunista y a la eliminación social en
el régimen liberal. Así, uno y otro destruyen, con el individualismo
creador y el arraigo popular, la esencia misma del hombre y su
comunidad. Empujan a la humanidad por un callejón sin salida, en la peor
de las regresiones. La historia de los hombres no es sino un largo
esfuerzo para liberarse de las leyes de la materia. El éxtasis mítico,
el arte, la ciencia, las reglas éticas son tantas otras conquistas del
espíritu y la voluntad humanas. La permanencia de esas victorias ha dado
nacimiento a las civilizaciones. Creaciones arbitrarias de la
sensibilidad, la inteligencia y la energía de los pueblos, las
civilizaciones se desarrollan y depuran en tanto conservan su poder
creador. Los pueblos que las han dado nacimiento pierden la fuerza para
defenderse contra los asaltos externos, que desaparezcan sus virtudes
originales, su energía vital y la civilización desaparece a su vez en la
aniquilación o la decadencia.
Tal es el término lógico al que conduce
la explotación del hombre por la casta de los tecnócratas o por la
“nueva clase dirigente”. Esas dos fuerzas, salidas de una misma
filosofía.
Liberalismo y marxismo han tomado vías
distintas que les han llevado a oponerse pero que llevan a los mismos
resultados: la servidumbre de los pueblos anteriormente engañados por
los mitos democráticos. La democracia es el nuevo opio de los pueblos.
Un humanismo viril
Los pueblos europeos han edificado una civilización única en la historia.
Su poder creador, a pesar de los
milenios, no se ha apagado. Incluso aquellos que se declaran como sus
enemigos reconocen implícitamente su universalidad. Entre un Oriente
tradicional, sometido a reglas metafísicas, y las nuevas sociedades
materialistas, la civilización europea ha hecho la síntesis de las
aspiraciones espirituales y las necesidades materiales. Mientras que la
uniformidad de la masa es propuesta como ideal en todo el mundo, exalta
el individualismo de los fuertes, el triunfo de la calidad humana sobre
la mediocridad.
Resume en sí misma el equilibrio a
establecer como solución a las transformaciones creadas por la
revolución técnica en la vida de los hombres. Fundada sobre valores
individuales y comunitarios, esta nueva armonía puede ser definida como
un humanismo viril.
Tabla de valores nueva, este humanismo
viril rechaza la falsa ley de la cantidad y quiere plegar la potencia de
la técnica y la economía a la voluntad civilizadora del hombre europeo.
Este reencontrará en un terreno familiar, en el seno de su linaje y en
la cultura original de su pueblo, un mundo a su medida. Descubrirá el
significado de su existencia en la realización de su destino humano, en
la fidelidad a un estilo de vida basado en la ética europea del honor.
La ética del honor se opone a la moral
del esclavo del materialismo liberal o marxista. Afirma que la vida es
un combate. Exalta el valor del sacrificio. Cree en el poder de la
voluntad sobre los sucesos. Funda en la lealtad y la solidaridad las
relaciones de hombres de una misma comunidad. Confiere al trabajo una
grandeza en sí misma independiente de la ganancia. Encuentra el sentido
de la verdadera dignidad del hombre no concedida sino conquistada a
través del esfuerzo permanente. Desarrolla en el hombre europeo la
conciencia de sus responsabilidades con respecto a la humanidad de la
que es el ordenador natural.
Un orden vivo
La legitimidad de un poder no se resume
en la observación de una ley escrita eminentemente variable o el
consentimiento de las masas obtenido a través de la coacción psicológica
de medios publicitarios. Es legítimo el poder que observa el derecho de
la Nación, sus leyes no escritas reveladas por la historia.
El ilegítimo el poder que se aparta del
destino nacional y destruya las realidades nacionales. Así pues la
legitimidad pertenece a aquellos que combate para restablecer la Nación
en sus derechos. Minoría lúcida. Forma la élite revolucionaria sobre la
que descansa el porvenir.
El mundo no se doblega ante un sistema
sino frente a una voluntad. No es el sistema lo que hay que buscar sino
la voluntad. Ciertamente, la misma estructura del estado debe ser
pensada en torno a algunos principios directores: la autoridad, la
continuidad, la potencia del concepto se encuentran reunidas en una
dirección de forma colegiada: esta se apoya en un cuerpo de cuadros
políticos jerarquizados, asistidos por una verdadera representación
popular de las profesiones y comunidades regionales aptos para deliberar
sus propios problemas. Pero importa sobre todo forjar a los hombres
sobre los que descansarán la comunidad y el futuro de la civilización.
No son las máquinas ni los sabios quienes
decidirán la suerte de la humanidad. Los inmensos problemas que
plantearán nuevos desarrollos técnicos exigirán una élite política
llamada por la vocación, dotada de una voluntad inflexible al servicio
de una conciencia plena de su misión histórica. Esa aplastante
responsabilidad justificará que se les demande más que a otros hombres.
El cinco por ciento de los individuos,
admiten los sociólogos, son profundamente perversos, tarados, viciosos.
En el otros extremo, se observa una misma proporción de hombres que
poseen, naturalmente y de forma desarrollada, cualidades particulares de
energía y abnegación que les predisponen a servir la comunidad, y así a
dirigirán. Las democracias que instauran el reino del engañó y el
dinero están, en gran parte, dominadas por los primeros. La revolución
Nacionalista deberá eliminar a los primeros e imponer a los segundos.
La selección y la educación, desde la
juventud, de esa élite humana estarán entre las primeras preocupaciones
de la nueva sociedad. Su formación animará el vigor de su carácter
desarrollará su espíritu de sacrificio, abrirá su inteligencia a las
disciplinas intelectuales. Mantenidos en la pureza original, no tan sólo
por un compromiso de honor sino por una regla estricta y particular,
formarán un orden vivo constantemente renovado en el tiempo, pero
siempre similar en su espíritu. Así el poder de aquellos que manejan el
dinero será sustituido por el de los creyentes y combatientes.
Una economía orgánica
La economía no es un fin en sí misma. Es
un elemento en la vida de las sociedades, entre los principales, pero
tan sólo un elemento. No es la fuente o la explicación de las
evoluciones de la humanidad. Es un agente o una consecuencia. Es en la
psicología de los pueblos, en su energía y sus virtudes políticas, donde
se encuentra la explicación de la historia.
La economía debe someterse a la voluntad
política. Que esta desaparezca – como es propio de los regímenes
liberales – y las fuerzas económicas desatadas arrastran a la sociedad
hacia la anarquía.
Así el problema inmenso de la economía se
inscribe de forma natural en la revolución Nacionalista. Sería regresar
a los errores mortales “nacionales” negar la importancia o
desembarazarse de ella con una palabra milagrosa tan sujeta a la
confusión y el debate como “corporativismo”, por ejemplo.
El capitalismo ha creado un mundo
artificial en que el hombre está inadaptado. Por otra parte, la
comunidad popular es explotada por una casta estrecha que monopoliza
todos los poderes y tiende a la supremacía internacional. Finalmente, el
capitalismo esconde bajo una orgía de palabras nuevas un concepto
anacrónico del que la economía soporta las consecuencias. Estas críticas
se aplican palabra por palabra al comunismo.
La solución a la inadaptación del hombre
en un mundo que ya no está hecho para él, es, ya lo hemos visto, un
problema político. El desarrollo técnico y económico no encuentra en si
mismo su justificación; depende de su uso. Corresponde al nuevo Estado
someter la economía a sus designios, convertirla en la herramienta de
una nueva primavera europea. Crear valores civilizadores, forjar las
armas de un poder necesario, elevar la calidad del pueblo serán entonces
sus objetivos.
Se trata de una transformación total de
la estructura de la empresa (no hablamos aquí sino de la empresa de
capital financiero o similar, no de la pequeña empresa familiar que debe
ser preservada y donde no se plantea el problema) y de la organización
general de la economía reside el medio de destruir el poder exorbitante
de la casta tecnocratita, suprimir la explotación de los trabajadores,
establecer una justicia real, reencontrar la verdad económica y un
funcionamiento sano.
En el régimen capitalista, como en el
comunista, la empresa es propiedad exclusiva del capital financiero en
un caso, del capital estatal en el otro.
Para los asalariados, ya sean cuadros o
simples trabajadores, el resultado es el mismo: son robados, las
riquezas producidas por su trabajo son absorbidas por el capital.
Esta posición favorable da al capital
todos los poderes sobre la empresa: dirección, gestión, son exteriores y
tienden ante todo a realizar un beneficio financiero, a veces en
detrimento de la producción y de la misma empresa.
La frase famosa de Proudhon encuentra
aquí todo su significado: “La propiedad es el robo”. Suprimir la
apropiación es la solución justa que dará nacimiento a la empresa
comunitaria. El capital tomará entonces su justo lugar como elemento de
producción, al lado del trabajo. Uno y otro participarán, con un poder
proporcional a su importancia en la empresa, a la designación de la
dirección, a la gestión económica y al beneficio de las ganancias
reales.
Esta revolución en la empresa se
inscribirá en una nueva organización de la economía que tomará por base
la profesión y le cuadro geográfico regional. Suprimiendo los parásitos y
el poder de los financieros, creará un conjunto de cuerpos intermedios.
Estas nuevas estructuras, capaces de integrarse fácilmente en Europa,
no pueden tener una mejor definición que la de “economía orgánica”.
Una joven Europa
La victoria americana y soviética de 1945
puso fin a los conflictos entre naciones europeas. La amenaza de los
adversarios y de los peligros comunes, una evidente solidaridad de
destino en los buenos y malos días, interesas similares han desarrollado
el sentimiento de unidad.
Este sentimiento se ve confirmado por la
razón. La unidad es indispensable para el futuro de las Naciones
Europeas. Han perdido la supremacía de la cantidad; unidas
reencontrarían la de la civilización, el genio creador, el poder
organizativo y la potencia económica. Divididas, sus territorios están
consagrados a la invasión y sus ejércitos a la derrota; unidas
constituirían una fuerza invencible.
Aisladas, se convertirán en satélites,
con la certeza de caer, como ya parte de ellas ha caído, bajo el dominio
soviético. La civilización europea sería sistemáticamente combatida y
se pondría punto final a la evolución de la humanidad. Unidas tendrán,
por el contrario, los medios para imponerse y asegurar su misión
civilizadora.
La unidad no puede ser la extensión de
los organismos financieros y políticos creados en la posguerra. Tienen
por fin extender el poder internacional de la tecnocracia que controla
todos los mecanismos, y preservar los privilegios políticos económicos
que se disimulan detrás de los anuncios de la democracia. Esas
instituciones aportan desde ahora a escala europea y multiplicada los
vicios y consignas engendrados por el régimen en cada una de las
naciones. En nombre de Europa, el desarrollo de esas instituciones
acelera la decadencia.
Unidad no puede significar nivelación. La
uniformidad y el cosmopolitismo destruirían Europa. Sun unidad se
edificará en torno a las realidades nacionales que cada pueblo decide
defender: comunidad histórica, cultura original, raíces. Querer limitar
Europa a la influencia latina, o a la germánica, sería mantener la
división, incluso desarrollar una nueva hostilidad. Pero sobre todo,
sería negar la realidad europea concretada por Roma y la Edad Media en
una fusión de sus dos corrientes: continental y mediterránea.
Imaginar Europa bajo la hegemonía de una
Nación sería recomenzar un sueño sangriento del que la historia lleva
aún marcas recientes; la diversidad de lenguas y orígenes no es un
obstáculo; numerosos estados son multilingües y el Imperio romano. Que
edificó la primera unidad europea en el respeto a los pueblos reunidos y
sus culturas, se dio emperadores nacidos tanto en Roma con en la Galia,
en Iliria o España.
Europa no se limita a la frontera
artificial del telón de acero impuesto por los vencedores de 1945.
Engloba la totalidad de las naciones y pueblos europeos. Pensar en la
unidad es, ante todo, pensar en la liberación de todas las naciones
cautivas, de Ucrania a Alemania. El destino de Europa está en el Este;
romper las cadenas, abatir la tiranía soviética, rechazar la marea
asiática.
Fuera del bloque continental europeo, los
pueblos y estados que pertenecen a su civilización forman Occidente.
Europa es su alma. Su solidaridad completa se afirmará sobre todo con
los centros occidentales de África. Esas posiciones son las bases de una
nueva organización del continente africano, cuya suerte esta ligada a
la de Europa.
En la construcción europea, los pueblos
subdesarrollados encontrarán un ejemplo y soluciones a sus propias
dificultades. No es limosa lo que necesitan sino organización. Europa
posee un cuerpo incomparable de cuadros especializados en cuestiones de
ultramar. Ninguna potencia podrá rivalizar con el talento organizativo
de esos cuadros respaldados por el despertar del dinamismo europeo.
Sacarán a esos pueblos de la miseria y la anarquía, los aproximarán a
Occidente.
No serán los acuerdos económicos los que
unirán Europa, sino la adhesión de sus pueblos al Nacionalismo.
Obstáculos que parecen insuperables son debidos a las estructuras
democráticas. Una vez barrido el régimen, esos falsos problemas
desaparecerán por sí mismos. Es pues evidente que sin revolución no hay
unidad europea posible.
El triunfo de la revolución en una Nación
de Europa –y Francia es la única que reúne las condiciones
queridas—permitirá una rápida expansión a otras naciones. La unidad de
dos naciones desembarazadas del régimen desarrollará tal fuerza de
seducción, tal dinamismo que los dos viejos sistemas, el telón de acero y
las fronteras se hundirán. La primera etapa de la unidad será política y
creará de forma evolutiva un solo Estado colegiado. Las otras etapas,
militares, económicas, seguirán. Los movimientos nacionalistas de Europa
serán los agentes de esa unidad y el núcleo del futuro orden
Así la Joven Europa, fundada sobre una
misma civilización, un mismo espacio y un mismo destino, será el centro
activo de Occidente y el orden mundial. La juventud de Europa tendrá
nuevas catedrales por construir y un nuevo imperio que edificar.
Sangre nueva
La entrada de la juventud en el combate
político, la influencia de las luchas llevadas a cabo en Francia, los
problemas nuevos, han acelerado la necesidad de una nueva definición de
la ideología Nacionalista como doctrina de la Joven Europa. Numerosos
contactos, intercambios de ideas, conferencias comunes, han demostrado
una convergencia de conceptos entre todos los militantes europeos. Los
últimos años, que han sido una fuente incomparable de enseñanzas para
los nacionalistas en Francia, aparecen al mismo tiempo como una
experiencia única ofrecida a los Nacionalistas de Europa. Allá se forja
un método adaptado a las nuevas condiciones de lucha. En la crítica
positiva iniciada por los militantes franceses, los combatientes
europeos encontrarán lecciones que guiarán su acción.
El revolucionarismo
No son los medios utilizados sino los
fines los que caracterizan una organización revolucionaria. Los medios,
por su parte, no dependen sino de las circunstancias, Así, el partido
bolchevique recurrió a la ilegalidad y la violencia, mientras el partido
nacional socialista, otra organización revolucionaria, utilizó
únicamente medios legales para conquistar el poder.
La expresión agitada, la promesa de un
Apocalipsis, nunca han hecho avanzar un solo paso el nacionalismo, sino
lo contrario. El adversario encuentra argumentos fáciles, el pueblo se
aparta de gente que se presenta como locos peligrosos, los partidarios
se desaniman o a su vez, se deforman.
El revolucionarismo caricaturesco, en sus
pretensiones, actitudes y acción, es el enemigo de la revolución. Son
sobre todo los elementos jóvenes los que deben desconfiar del mismo.
Vestir un disfraz bautizado como uniforme, confundir sectarismo e
intransigencia, mostrar una violencia gratuita son prácticas que revelan
un carácter infantil. Algunos encuentran la exaltación de un
romanticismo morboso. La revolución no es un baile de disfraces ni una
tribuna para mitómanos. La acción revolucionaria no es la ocasión de
presumir quien es el más puro.
Bases en el pueblo
La acción tiene por objetivo iluminar al
pueblo intoxicado por la poderosa propaganda del régimen, proponerle los
ideales nacionalistas y organizarse para vencer. Es por ello que la
prioridad le corresponde a la propaganda. Dirigida a la masa, esa acción
debe ser rigurosamente legal.
Trabajar en medio del pueblo no es un
privilegio comunista. Sólo se necesita un método adaptad. Penetración
sistemática y paciente, revestirá los aspectos más variados. El
descontento de los trabajadores de una empresa contra los sindicatos, la
revuelta de los inquilinos de un barrio, la concentración de refugiados
norteafricanos en unas viviendas protegidas, la apertura de una
federación local de pequeños propietarios del campo, una corporación
estudiantil, la renovación de mandato de un municipio favorable, un
centro de instrucción del ejército, una escuela profesional, he aquí, al
azar, otras tantas ocasiones para construir progresivamente, con
perseverancia y una perfecta adaptación al medio, “bases” nacionalistas.
El profesor, el ingeniero, el oficial, el sindicalista, militantes
nacionalistas, serán cada cual en su ambiente, los organizadores de esas
“bases”.
La organización de tales bases en
ambientes populares implica una especialización del trabajo y la
concentración de los esfuerzos de todos en aquellos puntos escogidos
tras un análisis de las oportunidades y los medios a emplear. Vale más
controlar en toda Francia una única empresa, un municipio, una facultad
que desplegar una agitación generalizada sin agarre en la masa. Esos
puntos fuertes del Nacionalismo se convertirán por ejemplo en las
mejores bazas de su propaganda. Serán escuelas de militantes y
organizadores que, a su vez, proseguirán en trabajo en otros medios. En
una acción de largo alcance sin gloria ni figurado. Es un trabajo de
hormiga. Pero sólo esta acción será eficaz.
División del trabajo y centralización
La variedad de las actividades de la
Organización, la diversidad de los medios que debe penetrar, el carácter
a la vez visible e invisible de la lucha, imponen una división del
trabajo que debe ir, en algunos casos, a la compartimentación. Este
fraccionamiento por áreas de actividad, confiadas a responsables
probados, se acompaña lógicamente de un mando único y centralizado en lo
alto.
En el interior de cada área de
actividades, la división del trabajo y la especialización de los
miembros deben practicarse igualmente. Las organizaciones locales deben
poder consagrarse con el máximo de eficacia a la acción, la
centralización y la especialización de las tareas deben permitirlas esa
posibilidad. Por tomar un ejemplo, el de la propaganda, más capaz de
facilitar rápidamente un material adaptado a los grupos que las
iniciativas artesanales, impotentes para luchar contra la propaganda
contraria.
Para sus militante, la organización debe
estar presente en todas partes, incluso entre el enemigo. La presencia
de militantes en ciertos mecanismos económicos o administrativos puede
ser de una utilidad infinitamente superior a su participación como
simples maniobras en las actividades de un grupo de acción. La lucha no
es única en sus formas. Es por eso que la división del trabajo debe ser
aplicada igualmente en el escalón de las organizaciones locales. Los
miembros deben de ser elementos activos del trabajo común, responsables
de tareas precisas y no simples ejecutantes. Bajo estas condiciones se
formarán militantes eficaces, organizadores, cuadros de mando.
Dominique Venner
El texto completo puede leerse en "¿Qué es ser Nacional Revolucionario?", de Ediciones Nueva República
El texto completo puede leerse en "¿Qué es ser Nacional Revolucionario?", de Ediciones Nueva República
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