miércoles, 29 de mayo de 2013

El neocosmopolitismo nivela por lo bajo


Las Luces, la Razón, el individualismo, los derechos humanos... ese parentesco de una cierta heterofobia moderna estaría incompleto si no se dijera nada del cosmopolitismo, esa lastimosa farsa -y no hablamos aquí de aquella gran idea del siglo XVIII, sino de su pálida caricatura parisina del fin del siglo XX-. Ideal igualitario del mestizaje construido en torno a clichés y lugares comunes, el neocosmopolitismo se extasía ante las bondades del melting-pot. Cocinas exóticas, músicas venidas de otros mundos -más apreciadas a medida que se occidentalizan-, look indumentario... ése es el resumen de cuanto, a sus ojos, significa el diálogo entre culturas: el intercambio de simulacros, de gadgets, de apariencias. Promesa de un "carnaval planetario" (Pierre-André Taguieff) donde las culturas quedan rebajadas al rango de mercancías de consumo y los pueblos al de clientes. A propósito de ese exotismo descarriado, Taguieff escribe: "Se trata de un vulgar antirracismo neo-turístico, condimentado con ideas-Kodak sobre los queridos otros e injertado en un populismo mezclista tan poco sugestivo como el populismo purista de los nacionalistas xenófobos. Un nuevo avatar de aquello que Segalen llamaba la degradación del exotismo, la diversidad insípida". Los partidarios del cosmopolitismo apelan a la mezcla de razas y culturas. ¿Pero de qué mezcla estamos hablando, cuando lo que por todas partes se impone es un único modelo? La mixtura racial no ha dado lugar hasta el momento a ninguna cultura particular -a no ser la del Occidente liberal, donde el intercambio cultural sólo es la guinda de la tarta del intercambio mercantil-. Para Luc Ferry, "el cosmopolitismo tampoco se opone aquí al nacionalismo -aunque sea preciso afirmar que el momento del desarraigo de los códigos heredados precede al momento de la tradición: sin el desarraigo no habría creación, no habría innovación, y la huella de lo propiamente humano se desvanecería".
A esta idea, según la cual el cosmopolitismo representaría el ideal de la comunicación entre las culturas, conviene oponer el punto de vista etnológico defendido por Claude Levi-Strauss: "No es posible fundirse en el gozo del Otro, identificarse con él, y mantenerse diferente. Plenamente lograda, la comunicación integral condena, más tarde o más temprano, la originalidad de su creación y la de la mía. Las grandes épocas creadoras fueron aquellas en que la comunicación era suficiente para que unos interlocutores alejados se estimularan mutuamente, sin ser por ello demasiado rápida o frecuente como para que los obstáculos, indispensables tanto entre los individuos como entre los grupos, se redujeran hasta el punto de que unos intercambios demasiado fáciles igualaran y confundieran su diversidad". He aquí claramente descrita la situación en que, precisamente, ya no estamos, y que convierte al neocosmopolitismo en cómplice de la heterofobia ambiente.
Alain Finkielkraut, al evocar las manifestaciones nacionalistas en los países del Este, describe muy bien la impostura del cosmopolitismo cuando escribe que "si calificamos como tribal la sed de identidad que se apodera hoy de las viejas colonias del imperio totalitario, no es porque seamos cosmopolitas, sino porque la gran idea del cosmopolitismo se ha degradado hasta convertirse en shopping planetario, y porque hemos reducido el hombre universal a un Walkman Sony, vestido con un jean Levi's y una camisa Lacoste".
Por otra parte, este cosmopolitismo "mezclista" postula la posibilidad de una comunicación total entre las culturas. Esta idea, según la cual es posible llegar a una perfecta transparencia entre lo que difiere, encuentra su conceptualización en una ética de la comunicación promulgada como el próximo horizonte universal de la razón. Se proyecta así fundar un nuevo humanismo racional que permitiría una comunicación entre no importa qué agentes. En tal perspectiva, que funda su atractivo sobre la presunta neutralidad de la comunicación, los distintos mundos se abrirían unos a otros. Pero para que esto sea posible, es preciso borrar previamente toda diferencia que pudiera obstaculizar la construcción de esta comunidad comunicacional. Semejante utopía finge ignorar los factores polémicos y agonísticos de la propia comunicación. Así pues, para que esta ética comunicacional exista haría falta purgar previamente toda antinomia y todo conflicto. Es decir, que hay que suponer un consenso preexistente. Y aquí el razonamiento se vuelve circular: el consenso (o sea, la uniformización de las representaciones) es a la vez causa y consecuencia de la comunicación; tal consenso permitiría al mismo tiempo que la comunicación salga adelante. Irenismo de la concepción habermasiana, que desvía la cuestión moral hacia una metafísica de la razón comunicacional, que sólo tiene sentido en aquellos grupos convencidos de que el desarraigo de toda identidad particular es condición necesaria para el éxito de la ética de la discusión.
Al rechazar subjetividad y alteridad radical, esta concepción de la relación/intercambio, aplicada a las culturas, legitima a fin de cuentas la racionalidad tecnoeconómica en su papel de laminadora de las identidades colectivas. No es raro que Luc Ferry, igualmente partidario de la ética de la comunicación, se irrite tanto con las ideas que Deleuze y Guattari expresan sobre esta filosofía comunicacional. Ideas que resumen lo esencial: "La filosofía de la comunicación se agota en la búsqueda de una opinión universal liberal como consenso en el que encontramos de nuevo las percepciones y afecciones cínicas del capitalismo en persona". Taguieff ejerce una crítica comparable de estos nuevos clérigos cuando escribe que "las raíces del intelectual desarraigado se reducen a su exigencia de universalidad, confundiendo su identidad colectiva con ese horizonte universal que se desplaza en él: este sujeto es una pura instancia de proposición de problemas válida para todos en general y para nadie en particular. Podríamos preguntarnos si acaso no estaremos aquí ante la ilusión del intelectual "sin ataduras ni raíces", núcleo de la ideología profesional de los intelectuales. El "nosotros" de los intelectuales antirracistas/antifascistas se proyecta en tanto que esencia de la humanidad, pretende ser la encarnación de la raza pensante".
En este figura del intelectual encontramos de nuevo los mecanismos de esa heterofobia llena de buena conciencia, gustosamente antirracista y favorable a la instauración de un diálogo-entre-las-culturas, que prefigura el advenimiento de una civilización mundial pacificada. El problema es que, como ha dicho Levi-Strauss, "no puede haber una civilización mundial en el sentido absoluto que habitualmente se confiere a este término, pues la civilización implica la coexistencia de culturas que ofrecen entre ellas el máximo de diversidad e incluso consiste en esta coexistencia". Es la respuesta de la experiencia a la utopía.
Gilbert Destrées
"Diferencialismo contra racismo.
Sobre los orígenes modernos del racismo"

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