jueves, 30 de mayo de 2013

Confía en ti mismo

Hay una inteligencia común en todos los individuos humanos. Cada hombre es una entrada a esa inteligencia y a cuanto en ella existe. El que es admitido una vez al derecho de razón, se convierte en el dueño de toda la propiedad. Lo que pensó Platón lo puede pensar él. Puede sentir lo que ha sentido un santo: puede entender lo que ha sucedido en cualquier época a cualquier hombre. El que tiene acceso a este espíritu universal, es un partícipe de todo lo que se ha hecho o puede hacerse, pues éste es el único y soberano agente.

En la confianza en sí mismo están comprendidas todas las virtudes.

El hombre debe ser libre, libre y valiente. Libre hasta de la definición de libertad, sin impedimento alguno que no salga su propia Constitución. Valiente, pues: El temor nace siempre de la ignorancia.

Es una vergüenza para él que su tranquilidad en una época peligrosa se derive de la presunción de que, como los niños y las mujeres, pertenece a una clase protegida; o que busque una paz temporal, apartando sus pensamientos de la política o de las cuestiones engorrosas, ocultando su cabeza como el avestruz en los arbustos floridos; atisbando por los microscopios o traduciendo versos, como silba un niño para mantener su valor en la oscuridad. Si hace eso, él peligro sigue siendo un peligro y el temor se hace aún peor. Debe hacerle frente varonilmente. Debe mirarlo a los ojos y escudriñar su naturaleza, reconocer su origen, que no está muy atrás. Así encontrará en sí mismo una completa comprensión de la naturaleza y de la extensión de ese peligro, sabrá por donde tomarlo y en adelante podrá desafiarlo e imponerse a él.

El mundo es de quién puede ver a través de sus apariencias.

La sordera, la completa ceguera, el gran error que observamos existen únicamente gracias a la tolerancia, a tu propia tolerancia. Si te das cuenta de que se trata de una mentira le habrás dado ya un golpe mortal.

El alma oye siempre en estrofas un mensaje, cuál quiera que sea el tema. El sentimiento que derraman vale más que el pensamiento que puedan contener. Creer en vuestro propio pensamiento; creer que lo que es verdadero para uno en la intimidad del corazón es verdadero para todos los hombres: eso es el genio. Expresar vuestra convicción latente, será a su tiempo el sentir universal; ya que lo más íntimo llega a ser lo más externo; y nuestro primer pensamiento nos es devuelto por las trompetas del juicio final.

Por familiar que sea para cada uno la voz del espíritu, el mayor mérito que concedemos a Moisés, Platón y Milton, es que reducen a la nada libros y tradiciones, y no dicen lo que los hombres pensaron, sino lo que han pensado ellos. El hombre debería observar, más que el esplendor del firmamento de bardos y sabios, ese rayo de luz que atraviesa su alma desde dentro. Sin embargo, rechaza su pensamiento precisamente porque es suyo.

En cada obra del genio reconocemos nuestros propios pensamientos rechazados; vuelven a nosotros con cierta majestad prestada. Las grandes obras de arte no poseen una lección más interesante que ésta. Nos enseña a preservar con amable inflexibilidad en nuestras impresiones espontáneas, sobre todo cuando las voces están del otro lado. Tal vez mañana dirá un desconocido, con seguro buen sentido, lo que ya habíamos pensado, y nos veremos obligados a recibir de otro, avergonzados, nuestra propia opinión.

Hay un momento en la formación de todos los hombres en que llega a:
La convicción de que la envidia es ignorancia; y la imitación un suicidio.

Que tiene que tomarse a sí mismo, bueno o malo, como parte propia. Que aunque el ancho mundo esté lleno de oro, no le llegará ni un gramo de trigo por otro conducto que no ser el del trabajo que dedique al trozo de terreno que le ha tocado en suerte cultivar. El poder que reside en él es nuevo en la naturaleza, y nadie más que él sabe lo que puede hacer, ni lo sabe hasta que lo ha probado.

Por algo un rostro, un carácter, un hecho, le causa una honda impresión. Y otros no le producen ninguna. No se comprende el que sin una armonía preestablecida se grabe esto en la memoria. Él ojo fue colocado dónde debía caer un rayo de luz con el fin de dar testimonio de ese rayo. No nos expresamos sino a medias, y nos sentimos avergonzados de esa idea divina que cada uno de nosotros representa. Podemos confiar en ella con seguridad, por ser proporcionada y de buen resultado; por ello debe ser manifestada fielmente, pues Dios no desea que su obra sea revelada por cobardes.

Un hombre se queda tranquilo y contento cuando ha puesto el corazón en su obra y a hecho todo lo posible que ha podido; pero lo que ha dicho o hecho de otra forma no le dará sosiego. Es una liberación que no libera. En el intento, su genio le abandona; ninguna Musa le conforta. Ninguna invención, ninguna esperanza.

Confía en ti mismo:
Todo corazón vibra ante esta cuerda de hierro.
Acepta el lugar que la divina providencia ha encontrado para ti; acepta la sociedad de tus contemporáneos, la conexión de los acontecimientos. Los grandes hombres lo han hecho así, confiándose infinitamente al genio de su época; revelado su creencia de que lo absolutamente digno de fe residía en su corazón, trabajan con sus manos, e imperaba en todo su ser.

Nosotros somos ahora hombres y debemos aceptar con él espíritu más alto el mismo destino trascendente; y no somos menores de edad ni inválidos metidos en un refugio, ni cobardes que huyen ante una revolución, sino guías, redentores y benefactores, obedientes al esfuerzo del todo poderoso; avancemos, pues, entre el caos y la oscuridad.

¡Qué magníficos oráculos nos ofrece la naturaleza en este texto, en la conducta y en el rostro de los niños, de las criaturas y los animales! Estos seres no tienen ese espíritu rebelde y dividido, esa desconfianza en un sentimiento, porque nuestra aritmética ha calculado la fuerza y los medios opuestos a nuestros fines. Su mente se haya aún entera, sus ojos no han sido dominados aún, y cuando miramos sus semblantes nos quedamos desconcertados. La infancia no se amolda a nadie: todos se amoldan a ella, de forma que un pequeño logra que cuatro o cinco personas mayores charlen y jueguen con él. Por eso Dios ha dotado a la niñez, a la pubertad y a la edad adulta con no menores atractivos y encantos; las ha hecho envidiables y graciosas dotándolas de derechos indiscutibles, si saben mantenerse por sí mismas.

No creas que este joven carece de fuerza porque no puede contender con nosotros.

¡Atiende! En la habitación contigua su voz es suficientemente clara y fuerte. Parecen que sabe cómo ha de hablar ha sus contemporáneos, sabrá la forma de convertirnos, luego, en personas mayores totalmente innecesarias.

La indiferencia de los muchachos que están seguros de tener su comida y despreciarían tanto como lord el hacer o decir nada para atraer la benevolencia de nadie, es la actitud saludable de la naturaleza humana. Un muchacho está en un salón como una butaca en un teatro: independientemente, irresponsable, mirando desde su rincón las cosas y las personas que pasan ante su vista, las juzga y las sentencia conforme a sus méritos, del modo rápido y sumario de los muchachos, calificándolas de buenas, malas, interesantes, tontas, elocuentes o aburridas. No se doblega nunca ante las consecuencias ni ante los intereses; da un veredicto independiente y auténtico. Tendrás que hacerle la corte; el no te la hace. Pero el hombre está en el calabozo, digámoslo así, por su conciencia. Tan pronto como ha actuado o hablado de manera patente, se convierte en una persona comprometida, vigilada por la simpatía o el odio de centenares de seres, cuyas impresiones ha de tener en cuenta en adelante. Para esto no hay ningún Leteo.

Quien pueda de este modo evitar todos los lazos, y después de haber sido un observador observe de nuevo con la misma inocencia desapasionada, imparcial, incorruptible, impávida, tiene que ser siempre formidable.

Expresará opiniones sobre todos los asuntos de actualidad, que, al verse que no son privadas, sino producto de la necesidad, se hundirán como dardos en los oídos de los hombres y les causarán un gran temor.

Estas son las voces que oímos en la soledad, pero debilitan cuando entramos en el mundo. En todas partes la sociedad conspira contra la hombría de sus miembros. La sociedad es una compañía por acciones, cuyos miembros deciden sacrificar la libertad y la cultura del accionista para asegurar el pan de cada partícipe. La virtud más exigida es la conformidad. La confianza en sí mismo es su aversión. No quiere realidades ni creadores, sino nombres y usos. (quien es y para que sirve). Quien aspire a ser hombre tiene que ser no conformista. Quien desee ganar las palmas inmortales no debe detenerse ante el nombre del bien, debe de explorar si en efecto es el verdadero bien.

Nada es sagrado, excepto la integridad de nuestra alma.

Absuélvete tú mismo y tendrás el sufragio del mundo. Recuerdo una respuesta que, muy joven aún, tuve que dar a un consejero eminente que solía importunarme con las viejas doctrinas de la Iglesia. Al decirle: ¿qué me importa la santidad de las tradiciones, si vivo una vida completamente interior?, me contestó: "Pero esos impulsos pueden venir de abajo y no de arriba." Yo le repliqué; "No me parece que sea así; pero si soy hijo del Diablo, viviré del Diablo." Para mí no hay más ley sagrada que la de mi naturaleza. Bueno y malo no son sino nombres que pueden fácilmente transferirse de esto a lo otro; lo único recto es lo que resulta conforme a mi ser; lo único ilícito, lo contrario a él. El hombre debe conducirse en presencia de cualquier oposición, como si todas las cosas -salvo él- fueran efímeras y simples apariencias. Estoy avergonzado de ver con cuánta facilidad nos rendimos a símbolos y nombres; a grandes sociedades y a instituciones muertas. Cualquier hombre bien portado y bien hablado me impresiona más de lo debido. Necesito marchar rectamente, mostrar vitalidad y hablar siempre el rudo lenguaje de la verdad. Si la malicia y la vanidad visten el traje de la filantropía, ¿lo dejaré pasar? Si un hipócrita irritado hace suya la hermosa causa de la abolición de la esclavitud y se acerca para comunicarme las últimas noticias de Barbados, ¿por qué no he de decirle: "Ve y ama a tu hijo; ama a tu leñador; sé bondadoso y modesto; hazme ese favor; y no disfraces nunca tu dura y poco caritativa ambición con esta increíble ternura por los negros que viven a miles de millas de distancia. Tu amor por lo distante no es más que despreocupación en tu país?" Áspero y cruel sería este saludo.

Pero la verdad es más hermosa que el fingimiento del amor.

Vuestra bondad debe tener alguna espina, o no es nada. La doctrina del odio debe predicarse en oposición a la doctrina del amor cuando éste gime y lloriquea. Abandono padre, madre, esposa y hermano cuando mi genio me llama. Yo escribiría sobre el dintel de la puerta: Capricho. Creo que en esto hay algo más que capricho; pero no podemos perder el tiempo en explicaciones. No esperes que te revele la causa del por qué busco o rehuyo de la sociedad. Y no me digas, como hizo hoy un buen hombre, que tengo el deber de prestar mi apoyo a todos los pobres. ¿Son ellos mis pobres? Te declaro, ¡oh, filántropo tonto!, que me duele el duro, la peseta, los cinco céntimos que doy a hombres que no me pertenecen y a los cuales no pertenezco. Hay una clase de personas a las que estoy ligado por toda la afinidad espiritual; por ellas iré a la cárcel, si es necesario; pero vuestras diversas caridades populares; la educación en un colegio de necios; la construcción de lugares de reunión para el vano fin a que muchas se dedican ahora; las limosnas a los tontos y a los millares de sociedades de socorro (aunque confieso con vergüenza que a veces sucumbo y doy el duro); éste es un duro maldito que poco a poco tendré la hombría de negar.

Las virtudes son, en la estimación popular, más bien la excepción que la regla. Hay el hombre y sus virtudes. Los hombres hacen lo que se entiende por una buena acción, un acto de valor o de caridad, en gran parte como si quisieran pagar una multa para no ser señalados con el dedo. Sus obras vienen a ser como una excusa o una atenuación de la vida que llevan en el mundo, lo mismo que los inválidos y los locos pagan una pensión más elevada. Sus virtudes son penitencias. Yo no deseo expiar, sino vivir.

Mi vida no es una apología, sino una vida, existe por sí misma y no como un espectáculo.

Prefiero con mucho que tenga menos ostentación y sea más natural e igual, en vez de brillante y desarreglada. La quiero sana y apacible, y que no me imponga dietas ni sangrías. Pido la prueba de que eres un hombre y rehuso llamar hombre a las acciones. Sé que para mi no constituye ninguna diferencia el que ejecute o evite esas acciones que se consideran excelentes. No puedo consentir el pagar como privilegio aquello a que tengo derecho intrínseco. Por escasas y humildes que sean mis dotes, yo soy realmente, y no necesito, para mi propia certidumbre o para la de mis semejantes, de ningún testimonio secundario.

Lo que tengo que hacer es lo que me concierne,
no lo que la gente cree.

Esta regla, tan difícil en la vida práctica como en la intelectual, puede servir para establecer una distinción completa entre la grandeza y la mediocridad. Es muy difícil de seguir, por que siempre hallaras personas que creen saber cual es tu deber mejor que tu mismo. Es fácil vivir en el mundo según la opinión del mundo. Es fácil vivir en la sociedad según la propia opinión. Pero el hombre grande es aquel que en medio de muchedumbre conserva con perfecta dulzura la independencia de la soledad.

La razón por la que no debemos conformarnos con usos que están muertos para nosotros, es que disipan nuestras fuerzas. Nos hacen perder el tiempo y borran el sello de nuestro carácter. Si sostienes una iglesia sin vida; si contribuyes a mantener una sociedad bíblica muerta; si votas con un gran partido, ya sea en pro o en contra del gobierno; si pones tu mesa como un hospedero vulgar, me será difícil percibir claramente, a través de todas esas pantallas, qué clase de hombre eres. Y naturalmente, ello equivale a otra tanta fuerza sustraída a tu propia vida. Pero haz tu obra y te conoceré. Haz tu obra y te fortalecerás

El hombre debe considerar qué clase de juego de gallina ciega es ése de la conformidad. Si se cual es tu secta conozco de antemano tu argumento. Oigo anunciar a un predicador que explicara por medio de un texto la conveniencia de una de las instituciones de su Iglesia. ¿Qué no sé de antemano que es imposible que diga nada nuevo o espontáneo? ¿No sé que, con todo su alarde de querer examinar los fundamentos de la institución, no lo hará? ¿No sé que se ha comprometido consigo mismo a no mirar el asunto sino bajo determinado aspecto, el que le es permitido, no como hombre sino como ministro de esa Iglesia? Es un defensor contratado y la arrogancia que despliega es vacía afectación. Pues bien; la mayoría de los hombres se vendan los ojos con un pañuelo de una clase u otra y se esclavizan a una de las opiniones comunes. Esta conformidad los hace ser ya falsos en ciertos casos determinados, no ya autores de algunas mentiras, sino falsos en todo. Ninguna de sus verdades es completamente verdadera. Su dos no es un verdadero dos; su cuatro no es un verdadero cuatro; de modo que cada palabra que profiere nos enfada y no sabemos por dónde hemos de empezar a rectificar sus afirmaciones. Por otra parte, la naturaleza no tarda en vestirnos de un uniforme carcelario del partido al que nos afiliamos.

Llegamos a tener cierto corte de cara y cierta figura.

Y a adquirir gradualmente la más hermosa expresión asnal. Hay un hecho, mortificante en lo particular, que no deja de cumplirse en la historia general. Me refiero a la "estúpida cara del elogio", a la sonrisa forzada que fingimos en una sociedad donde no nos encontramos a nuestras anchas, para sostener una conversación que no nos interesa. Los músculos del rostro, movidos, no de modo espontáneo, sino por voluntad usurpadora, se ponen tirantes con la sensación más desagradable.

Por la disconformidad el mundo té azota con su desagrado. Y, por consiguiente, el hombre debe saber cómo valorar una cara agria. Los espectadores le miran de soslayo en la plaza pública o en un salón amigo. Si esta aversión tuviera su origen en un desdén y resistencia semejantes a los suyos, podría retirarse a casa con triste continente; pero las fisonomías malhumoradas de la multitud, lo mismo que sus gestos afables, no reconocen ninguna causa profunda, sino que cambian alternativamente con el soplo del viento o a impulsos de un periódico. A pesar de esto, el descontento de las masas es más formidable que el del Parlamento o el de la Universidad.

Al hombre firme que conoce el mundo, le es bastante fácil soportar la hostilidad de las clases ilustradas.

La irritación de éstas es moderada y prudente, debido a su timidez, ya que son también muy vulnerables. Pero cuando a su cólera femenina se agrega la indignación del pueblo; cuando se excitan el ignorante y el pobre; cuando gruñe y se enfurece la fuerza bruta e inteligente que yace en el fondo de las sociedades, se necesitan los hábitos de la magnanimidad y la religión para tratarla a la manera de un dios, como una bagatela sin importancia.
Otro temor, que nos aleja de la confianza en nosotros mismos, es nuestra consecuencia: la reverencia por nuestros actos o nuestras palabras pasadas. Porque los ojos de los demás no tienen otros elementos para calcular nuestra órbita que nuestros actos pasados, y no nos sentimos con ánimo de defraudarlos.
Pero ¿por qué hemos de tener la cabeza vuelta hacia atrás? ¿Por qué arrastrar el cadáver de la memoria, para no contradecir algo que hemos dicho en este o en aquel lugar publico?

Supongamos que tuviéramos que contradecirnos, ¿y qué?

Parece ser una norma de prudencia el no confiar nunca exclusivamente en la memoria, sino traer el pasado a juicio ante el presente de mil ojos.

Y vivir siempre en un nuevo día.

En tu metafísica has negado personalidad a la Divinidad; sin embargo, cuando tu alma se siente movida por las emociones religiosas, entrégale alma y vida, aunque tengas que revestir a la Divinidad de forma y color. Abandona tu teoría, como dejo su capa José en manos de la adúltera, y huye. La necia consecuencia es el fantasma de las mentes apocadas, adorada por los estadistas, filósofos y teólogos de poca monta. A un alma grande, la consecuencia le trae sin cuidado. Le preocupa lo mismo que la sombra que proyecta en la pared.

Decid con energía lo que pensáis ahora, y mañana decid lo que pensáis entonces, con la misma energía.

Aunque contradiga lo que hayáis dicho hoy: "¡Ah!, de ese modo se tiene la seguridad de ser mal interpretado." ¿Es tan malo, entonces, el ser mal interpretado? Pitágoras fue mal interpretado, y lo fueron Sócrates, Jesús, Lutero y Galileo, y lo fueron todos los espíritus puros y graves que han honrado a la humanidad. Ser grande es ser mal comprendido.
Supongo que nadie puede violar su naturaleza. Todos los salientes de su voluntad son suavizados por la ley de su ser, lo mismo que las desigualdades de los Andes y del Himalaya son insignificantes en la curva de la esfera. No importa tampoco como lo juzguéis y midáis. Un carácter es como un acróstico o una estrofa alejandrina: leída hacia delante, hacia atrás o de través, siempre dirá lo mismo. En esta grata y retirada vida de los bosques que Dios me permite.

Dejadme registrar sin cálculos para el futuro o el pasado día por día mi honrado pensamiento.

Y no dudo de que se le encontrará simétrico, aunque tal no sea mi propósito, ni yo lo vea así. Mi libro olerá a pinos y tendrá el eco del zumbido de los insectos. La golondrina posada en mi ventana entretejerá también en mi tela ese hilillo de paja que lleva en el pico. Pasamos por lo que somos. El carácter aparece por encima de nuestros deseos. Los hombres creen que dan a conocer solamente su virtud o su vicio por acciones ostensibles y no reparan en que su virtud o su vicio se exhala en su aliento a cada instante.

Habrá acuerdo entre vuestras acciones más diversas, si cada una de ellas es honrada y natural en su momento. Las acciones de una voluntad serán todas armónicas, por desemejantes que parezcan. Esa variedad se desvanece a corta distancia, a escasa altura del pensamiento. Una misma tendencia les da unidad. El viaje del mejor barco es una línea quebrada de cien bordadas. Mirad la línea desde una distancia suficiente y veréis como se endereza.

Vuestra acción auténtica se explicará a sí misma.
Y explicara vuestras demás acciones auténticas

Vuestra conformidad no explica nada. Actuad sencillamente, y lo que hayáis hecho ya de ese modo, os justificará ahora. La grandeza apela al futuro. Si tengo hoy la firmeza suficiente para obrar con rectitud que me sirva de defensa ahora. Sea como sea, haced el bien.

Desdeñad las apariencias, y siempre podréis desdeñarlas.

La fuerza del carácter es acumulativa. Todos los días previos de virtud influyen con su salud en éste. ¿Qué es lo que constituye la majestad de los héroes del Senado y del campo de batalla, que llena tanto la imaginación? La conciencia de tener tras de sí una serie de grandes días y victorias, que proyectan una luz continua sobre el actor que avanza, seguido de una escolta visible de ángeles. Eso es lo que hace tronar la voz de Chatham y da dignidad al porte de Washington y pone a América en la mira de Adams.

El honor nos parece venerable porque no es efímero. Es siempre virtud antigua. Lo adoramos hoy porque no es de hoy. Lo amamos y le tributamos homenaje por que no es un señuelo para sorprender nuestro amor y nuestro respeto, sino que depende y deriva de sí mismo y tiene, por consiguiente, una antigua e inmaculada genealogía, aún mostrándose en un joven. Espero que en estos días hayamos oído hablar por última vez de conformidad y consecuencia; que estas palabras sean denunciadas y ridículas en adelante. En vez de gong que convoca al festín, oigamos el silbato del pífano espartano.
Prescindamos ya de cortesías y de excusas. Un gran hombre viene a comer a mi casa: no deseo agradarle; deseo que él desee agradarme.
Represento a la humanidad, y aunque quisiera hacerla amable, quisiera hacerla verdadera.

Denostemos y censuremos la suave mediocridad y ese mezquino contento de los tiempos y lancemos a la faz de la costumbre, del comercio, de la administración, el hacho que resulta de toda la historia: que hay un gran pensador y actor responsable dondequiera que un hombre actúa; que un hombre verdadero no pertenece a ninguna época ni lugar, sino que es el centro de las cosas. Donde está él está la naturaleza. El os mide, y a todos los hombres, y a todos los acontecimientos. Ordinariamente, todo el mundo nos recuerda alguna otra cosa, o alguna otra persona. El carácter, la realidad, no os recuerda ninguna otra cosa; ocupa el lugar de la creación entera. El hombre debe serlo hasta tal punto que las circunstancias le sean indiferentes.

Cada hombre verdadero es una causa.

Un país, una época: necesita espacio, números y tiempos infinitos para cumplir con plenitud sus designios, y la posteridad parece seguir sus pasos con una escolta de clientes. Nace César, y durante siglos tenemos un Imperio romano. Nace Cristo, y millones de almas se adhieren a su genio, hasta el extremo de identificarlo con la virtud y con todas las posibilidades humanas. Una institución es la sobra prolongada de un hombre, como, por ejemplo, el monaquismo, eremita Antonio; la Reforma, de Lutero; el cuaquerismo , de Clarkson. Milton llamaba a Escipión "la cama de Roma", y toda la historia se resuelve con suma facilidad en la biografía de unas cuantas personalidades fuertes y sinceras.

Que el hombre conozca su valor y mantenga las cosas bajo sus pies. Que no husmee, ni robe, ni se oculte acá o allá, con el aire de un hospiciano, de un bastardo o de un contrabandista, en un mundo que existe para él. Pero el hombre de la calle, al no encontrar en sí mismo un mérito que corresponda a la fuerza que construyó esa torre o esculpió ese dios de mármol, se siente pobre cuando lo contempla. Para él, una estatua, un palacio o un libro precioso tienen un aire extraño y prohibitivo, muy semejante a una alegre comparsa, y parecen decirle de paso: ¿quién eres?. Y, sin embargo, todo es suyo, solicita su atención y suplica a sus facultades que vengan a tomar posesión de ello.

El cuadro aguarda mi veredicto;
no le corresponde darme órdenes;
soy yo quien debe determinar su derecho al elogio.

La fábula popular del tonto a quien recogen en la calle borracho perdido, lo llevan al palacio del duque, lo lavan y acuestan en el lecho de éste, y cuando se despierta lo tratan con la misma obsequiosa ceremonia como si fuera el duque, y le aseguran que ha estado loco, debe su fama al hecho de simbolizar muy bien el estado del hombre, el cual es en el mundo una especie de imbécil, pero de tiempo en tiempo se despierta, ejercita su razón y se halla con que es un verdadero príncipe.
Nuestra lectura es mendicante y aduladora. En historia nuestra imaginación nos engaña. Reino y señorío, poder y propiedad, son un vocabulario más pomposo que el particular de Juan y Eduardo en una casa pequeña y en su corriente tarea diaria; pero las cosas de la vida son las mismas para ambos; la suma total de ambos es la misma. ¿por qué toda esa deferencia a Alfredo, y a Scanderberg, y a Gustavo? Supongamos que eran virtuosos: ¿agotaron la virtud? Una apuesta tan grande depende de vuestro privado acto de hoy, como consecuencia de los pasos públicos y renombrados. Cuando los particulares obren con criterios originales, el brillo pasará de las acciones de los reyes a las de los hombres honestos.
El mundo ha sido adoctrinado por sus reyes, que de este modo han magnetizado los ojos de las naciones. Ese colosal símbolo ha enseñado la mutua reverencia que el hombre debe al hombre. La gozosa fidelidad con que los hombres han soportado que el rey, el noble o el gran propietario pase en medio de ellos con su ley propia; que establezca su escala propia de los hombres y de las cosas y abata las aspiraciones de los otros; que paguen sus beneficios, no con dinero, sino con honores, y que encarnen la ley de su persona, fue el jeroglífico con que expresaron oscuramente la conciencia de su propio derecho y valer, el derecho de todo ser humano.
El magnetismo que ejerce toda acción original se explica cuando nos preguntamos por la razón de la confianza en uno mismo. ¿Quién es el fiador? ¿Cuál es ese yo aborigen, en el que puede basarse una confianza universal? ¿Cuáles son la naturaleza y el poder de esa estrella que se burla de la ciencia, de esa estrella sin paralaje, sin elementos calculables, que lanza un rayo de belleza sobre las acciones triviales e impuras, si aparece la menor señal de independencia? La investigación nos lleva a esa fuente que es a la vez el origen del genio, de la virtud y de la vida, que designamos con el nombre de Espontaneidad o Instinto. Llamamos Intuición a esta sabiduría primaria, mientras que todas las enseñanzas posteriores son aprendizaje. En esa fuerza profunda, hecho último ante el cual se detiene el análisis, está el origen común de todas las cosas. Porque el sentimiento del ser, que en horas de calma surge en el alma, no sabe cómo, no es nada diferente de las cosas, del espacio, de la luz, del tiempo, del hombre, sino uno con ellos; y procede claramente del mismo material, de donde proceden también su vida y su ser.

Primero compartimos la vida por la que las cosas existen y luego las vemos en la naturaleza como apariencias, y olvidamos que hemos sido partícipes de su causa. Aquí esta la fuente de la acción y del pensamiento. Esos son los pulmones de esa inspiración que da al hombre la sabiduría, y que no puede negarse sin incurrir en impiedad o ateísmo.

Reposamos en el seno de la inmensa inteligencia, que nos hace receptores de su verdad, y órganos de su actividad.

Cuando discernimos la justicia y la verdad sólo permitimos el paso a sus rayos. Si preguntamos de dónde viene esto, si tratamos de espiar esas causas en el alma, toda la filosofía falla. Lo único que podemos afirmar es su presencia o ausencia. Todos los hombres distinguen entre los actos voluntarios de su mente y sus percepciones involuntarias, y saben que deben prestar a estas últimas fe ciega. Podemos errar en la expresión de éstas, pero sabemos que son así, y que como el día y la noche, no cabe discutirlas. Mis acciones y adquisiciones voluntarias no son sino cosas errabundas; pero el ensueño más ligero, la emoción nativa más débil, solicitan mi curiosidad y respeto. La gente insensata contradice con tanta facilidad el resultado de una percepción como el de una opinión, o quizá con más facilidad, pues no distinguen entre percepción e idea. Creen que depende de mi elección el ver esto o lo otro; y, con el tiempo, toda la humanidad -aunque puede ocurrir que nadie lo haya visto antes que yo-. Pues mi percepción de él es un hecho, tanto como lo es el sol.
Las relaciones del alma con el espíritu son tan puras, que es una profanación el tratar de buscar intermediarios. Tiene que ser que cuando Dios hable debe comunicar, no una cosa, sino todas las cosas; llenará el mundo con su voz; esparcirá la luz, la naturaleza, el tiempo, las almas, desde el centro del pensamiento actual, y fechará y creará el mundo de nuevo.

Siempre que un alma es sencilla y recibe la sabiduría divina, las cosas viejas se disipan: medios, maestros, textos, templos, caen.

Vive ahora y absorbe pasado y futuro en la hora presente. Todas las cosas se hacen sagradas con relación a esto: tanto una como otra. Todas son disueltas hasta su centro por su causa y, en el milagro universal, todos los milagros particulares y minúsculos desaparecen. Por lo tanto, si un hombre pretende conocer a DIOS y hablar de Él, y os hace retroceder a la fraseología de alguna vieja nación destruida, de otro país, de otro mundo, no le creáis. ¿Vale más la bellota que el roble, que es su plenitud y perfección? ¿Vale más el padre que el hijo, en el que ha vertido su ser maduro? ¿por qué, entonces, este culto al pasado? Los siglos conspiran contra la salud y la autoridad del alma. El tiempo y el espacio no son sino colores fisiológicos que el ojo hace; pero el alma es luz; donde está, es de día; donde estuvo, es de noche. Y la historia es una impertinencia y una injuria si se la considera como algo más que una parábola o un epílogo agradable de mi ser y de lo que voy a ser. El hombre es tímido y tiende a disculparse; no obra rectamente; no se atreve a decir: "pienso", "soy", sino que cita a algún sabio o santo. Se avergüenza ante la brizna de la hierba o ante la rosa que florece. Estas rosas que se hallan bajo mi ventana no hacen ninguna referencia a unas rosas anteriores o mejores; son lo que son; existen hoy con Dios. Para ellas no hay tiempo. Hay simplemente la rosa; es perfecta en cada momento de su existencia. Antes de brotar una yema en la planta, su vida entera actúa; en la flor plenamente abierta no hay nada más; en la raíz sin hojas, no hay nada menos. Su naturaleza está satisfecha, y ella satisface a la naturaleza, igualmente, en todos los momentos. Pero el hombre pospone o recuerda; no vive en el presente, sino que volviendo los ojos, lamenta el pasado, o, desatento a las riquezas que le rodean, se empina sobre la punta de los pies para prever el futuro.

No puede ser feliz y fuerte a menos que viva con la naturaleza en el presente, por encima del tiempo.

Esto debía ser bastante claro. Sin embargo, ved como intelectos fuertes no se atreven siquiera a oír a Dios mismo, a menos que hable la fraseología de no sé qué David, o Jeremías o Pablo. No debemos dar siempre tan gran valor a unos cuantos textos, a unas cuantas vidas. Son como niños que repiten de memoria las máximas de las abuelas y preceptores, y, al ir teniendo más años, las de los hombres de talento y carácter que hemos conocido, esforzándonos por recordarlas al pie de la letra; después cuando la vida nos depara el punto de vista de los que profirieron tales frases, comprendemos su sentido y nos sentimos dispuestos a olvidar las palabras, pues, en cualquier momento, podemos emplear palabras tan buenas cuando surja la ocasión.

Si vivimos verdaderamente seremos la verdad. 

Ralph Waldo Emerson

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