Hay
una inteligencia común en todos los individuos humanos. Cada hombre es
una entrada a esa inteligencia y a cuanto en ella existe. El que es
admitido una vez al derecho de razón, se convierte en el dueño de toda
la propiedad. Lo que pensó Platón lo puede pensar él. Puede sentir lo
que ha sentido un santo: puede entender lo que ha sucedido en cualquier
época a cualquier hombre. El que tiene acceso a este espíritu universal,
es un partícipe de todo lo que se ha hecho o puede hacerse, pues éste
es el único y soberano agente.
En la confianza en sí mismo están comprendidas todas las virtudes.
El
hombre debe ser libre, libre y valiente. Libre hasta de la definición
de libertad, sin impedimento alguno que no salga su propia Constitución.
Valiente, pues: El temor nace siempre de la ignorancia.
Es
una vergüenza para él que su tranquilidad en una época peligrosa se
derive de la presunción de que, como los niños y las mujeres, pertenece a
una clase protegida; o que busque una paz temporal, apartando sus
pensamientos de la política o de las cuestiones engorrosas, ocultando su
cabeza como el avestruz en los arbustos floridos; atisbando por los
microscopios o traduciendo versos, como silba un niño para mantener su
valor en la oscuridad. Si hace eso, él peligro sigue siendo un peligro y
el temor se hace aún peor. Debe hacerle frente varonilmente. Debe
mirarlo a los ojos y escudriñar su naturaleza, reconocer su origen, que
no está muy atrás. Así encontrará en sí mismo una completa comprensión
de la naturaleza y de la extensión de ese peligro, sabrá por donde
tomarlo y en adelante podrá desafiarlo e imponerse a él.
El mundo es de quién puede ver a través de sus apariencias.
La
sordera, la completa ceguera, el gran error que observamos existen
únicamente gracias a la tolerancia, a tu propia tolerancia. Si te das
cuenta de que se trata de una mentira le habrás dado ya un golpe mortal.
El
alma oye siempre en estrofas un mensaje, cuál quiera que sea el tema.
El sentimiento que derraman vale más que el pensamiento que puedan
contener. Creer en vuestro propio pensamiento; creer que lo que es
verdadero para uno en la intimidad del corazón es verdadero para todos
los hombres: eso es el genio. Expresar vuestra convicción latente, será a
su tiempo el sentir universal; ya que lo más íntimo llega a ser lo más
externo; y nuestro primer pensamiento nos es devuelto por las trompetas
del juicio final.
Por
familiar que sea para cada uno la voz del espíritu, el mayor mérito que
concedemos a Moisés, Platón y Milton, es que reducen a la nada libros y
tradiciones, y no dicen lo que los hombres pensaron, sino lo que han
pensado ellos. El hombre debería observar, más que el esplendor del
firmamento de bardos y sabios, ese rayo de luz que atraviesa su alma
desde dentro. Sin embargo, rechaza su pensamiento precisamente porque es
suyo.
En
cada obra del genio reconocemos nuestros propios pensamientos
rechazados; vuelven a nosotros con cierta majestad prestada. Las grandes
obras de arte no poseen una lección más interesante que ésta. Nos
enseña a preservar con amable inflexibilidad en nuestras impresiones
espontáneas, sobre todo cuando las voces están del otro lado. Tal vez
mañana dirá un desconocido, con seguro buen sentido, lo que ya habíamos
pensado, y nos veremos obligados a recibir de otro, avergonzados,
nuestra propia opinión.
Hay un momento en la formación de todos los hombres en que llega a:
La convicción de que la envidia es ignorancia; y la imitación un suicidio.
La convicción de que la envidia es ignorancia; y la imitación un suicidio.
Que
tiene que tomarse a sí mismo, bueno o malo, como parte propia. Que
aunque el ancho mundo esté lleno de oro, no le llegará ni un gramo de
trigo por otro conducto que no ser el del trabajo que dedique al trozo
de terreno que le ha tocado en suerte cultivar. El poder que reside en
él es nuevo en la naturaleza, y nadie más que él sabe lo que puede
hacer, ni lo sabe hasta que lo ha probado.
Por
algo un rostro, un carácter, un hecho, le causa una honda impresión. Y
otros no le producen ninguna. No se comprende el que sin una armonía
preestablecida se grabe esto en la memoria. Él ojo fue colocado dónde
debía caer un rayo de luz con el fin de dar testimonio de ese rayo. No
nos expresamos sino a medias, y nos sentimos avergonzados de esa idea
divina que cada uno de nosotros representa. Podemos confiar en ella con
seguridad, por ser proporcionada y de buen resultado; por ello debe ser
manifestada fielmente, pues Dios no desea que su obra sea revelada por
cobardes.
Un
hombre se queda tranquilo y contento cuando ha puesto el corazón en su
obra y a hecho todo lo posible que ha podido; pero lo que ha dicho o
hecho de otra forma no le dará sosiego. Es una liberación que no libera.
En el intento, su genio le abandona; ninguna Musa le conforta. Ninguna
invención, ninguna esperanza.
Confía en ti mismo:
Todo corazón vibra ante esta cuerda de hierro.
Acepta
el lugar que la divina providencia ha encontrado para ti; acepta la
sociedad de tus contemporáneos, la conexión de los acontecimientos. Los
grandes hombres lo han hecho así, confiándose infinitamente al genio de
su época; revelado su creencia de que lo absolutamente digno de fe
residía en su corazón, trabajan con sus manos, e imperaba en todo su
ser.
Nosotros
somos ahora hombres y debemos aceptar con él espíritu más alto el mismo
destino trascendente; y no somos menores de edad ni inválidos metidos
en un refugio, ni cobardes que huyen ante una revolución, sino guías,
redentores y benefactores, obedientes al esfuerzo del todo poderoso;
avancemos, pues, entre el caos y la oscuridad.
¡Qué
magníficos oráculos nos ofrece la naturaleza en este texto, en la
conducta y en el rostro de los niños, de las criaturas y los animales!
Estos seres no tienen ese espíritu rebelde y dividido, esa desconfianza
en un sentimiento, porque nuestra aritmética ha calculado la fuerza y
los medios opuestos a nuestros fines. Su mente se haya aún entera, sus
ojos no han sido dominados aún, y cuando miramos sus semblantes nos
quedamos desconcertados. La infancia no se amolda a nadie: todos se
amoldan a ella, de forma que un pequeño logra que cuatro o cinco
personas mayores charlen y jueguen con él. Por eso Dios ha dotado a la
niñez, a la pubertad y a la edad adulta con no menores atractivos y
encantos; las ha hecho envidiables y graciosas dotándolas de derechos
indiscutibles, si saben mantenerse por sí mismas.
No creas que este joven carece de fuerza porque no puede contender con nosotros.
¡Atiende!
En la habitación contigua su voz es suficientemente clara y fuerte.
Parecen que sabe cómo ha de hablar ha sus contemporáneos, sabrá la forma
de convertirnos, luego, en personas mayores totalmente innecesarias.
La
indiferencia de los muchachos que están seguros de tener su comida y
despreciarían tanto como lord el hacer o decir nada para atraer la
benevolencia de nadie, es la actitud saludable de la naturaleza humana.
Un muchacho está en un salón como una butaca en un teatro:
independientemente, irresponsable, mirando desde su rincón las cosas y
las personas que pasan ante su vista, las juzga y las sentencia conforme
a sus méritos, del modo rápido y sumario de los muchachos,
calificándolas de buenas, malas, interesantes, tontas, elocuentes o
aburridas. No se doblega nunca ante las consecuencias ni ante los
intereses; da un veredicto independiente y auténtico. Tendrás que
hacerle la corte; el no te la hace. Pero el hombre está en el calabozo,
digámoslo así, por su conciencia. Tan pronto como ha actuado o hablado
de manera patente, se convierte en una persona comprometida, vigilada
por la simpatía o el odio de centenares de seres, cuyas impresiones ha
de tener en cuenta en adelante. Para esto no hay ningún Leteo.
Quien
pueda de este modo evitar todos los lazos, y después de haber sido un
observador observe de nuevo con la misma inocencia desapasionada,
imparcial, incorruptible, impávida, tiene que ser siempre formidable.
Expresará
opiniones sobre todos los asuntos de actualidad, que, al verse que no
son privadas, sino producto de la necesidad, se hundirán como dardos en
los oídos de los hombres y les causarán un gran temor.
Estas
son las voces que oímos en la soledad, pero debilitan cuando entramos
en el mundo. En todas partes la sociedad conspira contra la hombría de
sus miembros. La sociedad es una compañía por acciones, cuyos miembros
deciden sacrificar la libertad y la cultura del accionista para asegurar
el pan de cada partícipe. La virtud más exigida es la conformidad. La
confianza en sí mismo es su aversión. No quiere realidades ni creadores,
sino nombres y usos. (quien es y para que sirve). Quien aspire a ser
hombre tiene que ser no conformista. Quien desee ganar las palmas
inmortales no debe detenerse ante el nombre del bien, debe de explorar
si en efecto es el verdadero bien.
Nada es sagrado, excepto la integridad de nuestra alma.
Absuélvete
tú mismo y tendrás el sufragio del mundo. Recuerdo una respuesta que,
muy joven aún, tuve que dar a un consejero eminente que solía
importunarme con las viejas doctrinas de la Iglesia. Al decirle: ¿qué me
importa la santidad de las tradiciones, si vivo una vida completamente
interior?, me contestó: "Pero esos impulsos pueden venir de abajo y no
de arriba." Yo le repliqué; "No me parece que sea así; pero si soy hijo
del Diablo, viviré del Diablo." Para mí no hay más ley sagrada que la de
mi naturaleza. Bueno y malo no son sino nombres que pueden fácilmente
transferirse de esto a lo otro; lo único recto es lo que resulta
conforme a mi ser; lo único ilícito, lo contrario a él. El hombre debe
conducirse en presencia de cualquier oposición, como si todas las cosas
-salvo él- fueran efímeras y simples apariencias. Estoy avergonzado de
ver con cuánta facilidad nos rendimos a símbolos y nombres; a grandes
sociedades y a instituciones muertas. Cualquier hombre bien portado y
bien hablado me impresiona más de lo debido. Necesito marchar
rectamente, mostrar vitalidad y hablar siempre el rudo lenguaje de la
verdad. Si la malicia y la vanidad visten el traje de la filantropía,
¿lo dejaré pasar? Si un hipócrita irritado hace suya la hermosa causa de
la abolición de la esclavitud y se acerca para comunicarme las últimas
noticias de Barbados, ¿por qué no he de decirle: "Ve y ama a tu hijo;
ama a tu leñador; sé bondadoso y modesto; hazme ese favor; y no
disfraces nunca tu dura y poco caritativa ambición con esta increíble
ternura por los negros que viven a miles de millas de distancia. Tu amor
por lo distante no es más que despreocupación en tu país?" Áspero y
cruel sería este saludo.
Pero la verdad es más hermosa que el fingimiento del amor.
Vuestra
bondad debe tener alguna espina, o no es nada. La doctrina del odio
debe predicarse en oposición a la doctrina del amor cuando éste gime y
lloriquea. Abandono padre, madre, esposa y hermano cuando mi genio me
llama. Yo escribiría sobre el dintel de la puerta: Capricho. Creo que en
esto hay algo más que capricho; pero no podemos perder el tiempo en
explicaciones. No esperes que te revele la causa del por qué busco o
rehuyo de la sociedad. Y no me digas, como hizo hoy un buen hombre, que
tengo el deber de prestar mi apoyo a todos los pobres. ¿Son ellos mis
pobres? Te declaro, ¡oh, filántropo tonto!, que me duele el duro, la
peseta, los cinco céntimos que doy a hombres que no me pertenecen y a
los cuales no pertenezco. Hay una clase de personas a las que estoy
ligado por toda la afinidad espiritual; por ellas iré a la cárcel, si es
necesario; pero vuestras diversas caridades populares; la educación en
un colegio de necios; la construcción de lugares de reunión para el vano
fin a que muchas se dedican ahora; las limosnas a los tontos y a los
millares de sociedades de socorro (aunque confieso con vergüenza que a
veces sucumbo y doy el duro); éste es un duro maldito que poco a poco
tendré la hombría de negar.
Las virtudes son, en la estimación popular, más bien la excepción que la regla. Hay el hombre y sus virtudes. Los hombres hacen lo que se entiende por una buena acción, un acto de valor o de caridad, en gran parte como si quisieran pagar una multa para no ser señalados con el dedo. Sus obras vienen a ser como una excusa o una atenuación de la vida que llevan en el mundo, lo mismo que los inválidos y los locos pagan una pensión más elevada. Sus virtudes son penitencias. Yo no deseo expiar, sino vivir.
Mi vida no es una apología, sino una vida, existe por sí misma y no como un espectáculo.
Prefiero
con mucho que tenga menos ostentación y sea más natural e igual, en vez
de brillante y desarreglada. La quiero sana y apacible, y que no me
imponga dietas ni sangrías. Pido la prueba de que eres un hombre y
rehuso llamar hombre a las acciones. Sé que para mi no constituye
ninguna diferencia el que ejecute o evite esas acciones que se
consideran excelentes. No puedo consentir el pagar como privilegio
aquello a que tengo derecho intrínseco. Por escasas y humildes que sean
mis dotes, yo soy realmente, y no necesito, para mi propia certidumbre o
para la de mis semejantes, de ningún testimonio secundario.
Lo que tengo que hacer es lo que me concierne,
no lo que la gente cree.
Esta
regla, tan difícil en la vida práctica como en la intelectual, puede
servir para establecer una distinción completa entre la grandeza y la
mediocridad. Es muy difícil de seguir, por que siempre hallaras personas
que creen saber cual es tu deber mejor que tu mismo. Es fácil vivir en
el mundo según la opinión del mundo. Es fácil vivir en la sociedad según
la propia opinión. Pero el hombre grande es aquel que en medio de
muchedumbre conserva con perfecta dulzura la independencia de la
soledad.
La razón por la que no debemos conformarnos con usos que están muertos para nosotros, es que disipan nuestras fuerzas. Nos hacen perder el tiempo y borran el sello de nuestro carácter. Si sostienes una iglesia sin vida; si contribuyes a mantener una sociedad bíblica muerta; si votas con un gran partido, ya sea en pro o en contra del gobierno; si pones tu mesa como un hospedero vulgar, me será difícil percibir claramente, a través de todas esas pantallas, qué clase de hombre eres. Y naturalmente, ello equivale a otra tanta fuerza sustraída a tu propia vida. Pero haz tu obra y te conoceré. Haz tu obra y te fortalecerás
El
hombre debe considerar qué clase de juego de gallina ciega es ése de la
conformidad. Si se cual es tu secta conozco de antemano tu argumento.
Oigo anunciar a un predicador que explicara por medio de un texto la
conveniencia de una de las instituciones de su Iglesia. ¿Qué no sé de
antemano que es imposible que diga nada nuevo o espontáneo? ¿No sé que,
con todo su alarde de querer examinar los fundamentos de la institución,
no lo hará? ¿No sé que se ha comprometido consigo mismo a no mirar el
asunto sino bajo determinado aspecto, el que le es permitido, no como
hombre sino como ministro de esa Iglesia? Es un defensor contratado y la
arrogancia que despliega es vacía afectación. Pues bien; la mayoría de
los hombres se vendan los ojos con un pañuelo de una clase u otra y se
esclavizan a una de las opiniones comunes. Esta conformidad los hace ser
ya falsos en ciertos casos determinados, no ya autores de algunas
mentiras, sino falsos en todo. Ninguna de sus verdades es completamente
verdadera. Su dos no es un verdadero dos; su cuatro no es un verdadero
cuatro; de modo que cada palabra que profiere nos enfada y no sabemos
por dónde hemos de empezar a rectificar sus afirmaciones. Por otra
parte, la naturaleza no tarda en vestirnos de un uniforme carcelario del
partido al que nos afiliamos.
Llegamos a tener cierto corte de cara y cierta figura.
Y
a adquirir gradualmente la más hermosa expresión asnal. Hay un hecho,
mortificante en lo particular, que no deja de cumplirse en la historia
general. Me refiero a la "estúpida cara del elogio", a la sonrisa
forzada que fingimos en una sociedad donde no nos encontramos a nuestras
anchas, para sostener una conversación que no nos interesa. Los
músculos del rostro, movidos, no de modo espontáneo, sino por voluntad
usurpadora, se ponen tirantes con la sensación más desagradable.
Por
la disconformidad el mundo té azota con su desagrado. Y, por
consiguiente, el hombre debe saber cómo valorar una cara agria. Los
espectadores le miran de soslayo en la plaza pública o en un salón
amigo. Si esta aversión tuviera su origen en un desdén y resistencia
semejantes a los suyos, podría retirarse a casa con triste continente;
pero las fisonomías malhumoradas de la multitud, lo mismo que sus gestos
afables, no reconocen ninguna causa profunda, sino que cambian
alternativamente con el soplo del viento o a impulsos de un periódico. A
pesar de esto, el descontento de las masas es más formidable que el del
Parlamento o el de la Universidad.
Al hombre firme que conoce el mundo, le es bastante fácil soportar la hostilidad de las clases ilustradas.
La
irritación de éstas es moderada y prudente, debido a su timidez, ya que
son también muy vulnerables. Pero cuando a su cólera femenina se agrega
la indignación del pueblo; cuando se excitan el ignorante y el pobre;
cuando gruñe y se enfurece la fuerza bruta e inteligente que yace en el
fondo de las sociedades, se necesitan los hábitos de la magnanimidad y
la religión para tratarla a la manera de un dios, como una bagatela sin
importancia.
Otro
temor, que nos aleja de la confianza en nosotros mismos, es nuestra
consecuencia: la reverencia por nuestros actos o nuestras palabras
pasadas. Porque los ojos de los demás no tienen otros elementos para
calcular nuestra órbita que nuestros actos pasados, y no nos sentimos
con ánimo de defraudarlos.
Pero ¿por qué hemos de tener la cabeza vuelta hacia atrás? ¿Por qué arrastrar el cadáver de la memoria, para no contradecir algo que hemos dicho en este o en aquel lugar publico?
Pero ¿por qué hemos de tener la cabeza vuelta hacia atrás? ¿Por qué arrastrar el cadáver de la memoria, para no contradecir algo que hemos dicho en este o en aquel lugar publico?
Supongamos que tuviéramos que contradecirnos, ¿y qué?
Parece
ser una norma de prudencia el no confiar nunca exclusivamente en la
memoria, sino traer el pasado a juicio ante el presente de mil ojos.
Y vivir siempre en un nuevo día.
En
tu metafísica has negado personalidad a la Divinidad; sin embargo,
cuando tu alma se siente movida por las emociones religiosas, entrégale
alma y vida, aunque tengas que revestir a la Divinidad de forma y color.
Abandona tu teoría, como dejo su capa José en manos de la adúltera, y
huye. La necia consecuencia es el fantasma de las mentes apocadas,
adorada por los estadistas, filósofos y teólogos de poca monta. A un
alma grande, la consecuencia le trae sin cuidado. Le preocupa lo mismo
que la sombra que proyecta en la pared.
Decid con energía lo que pensáis ahora, y mañana decid lo que pensáis entonces, con la misma energía.
Aunque
contradiga lo que hayáis dicho hoy: "¡Ah!, de ese modo se tiene la
seguridad de ser mal interpretado." ¿Es tan malo, entonces, el ser mal
interpretado? Pitágoras fue mal interpretado, y lo fueron Sócrates,
Jesús, Lutero y Galileo, y lo fueron todos los espíritus puros y graves
que han honrado a la humanidad. Ser grande es ser mal comprendido.
Supongo
que nadie puede violar su naturaleza. Todos los salientes de su
voluntad son suavizados por la ley de su ser, lo mismo que las
desigualdades de los Andes y del Himalaya son insignificantes en la
curva de la esfera. No importa tampoco como lo juzguéis y midáis. Un
carácter es como un acróstico o una estrofa alejandrina: leída hacia
delante, hacia atrás o de través, siempre dirá lo mismo. En esta grata y
retirada vida de los bosques que Dios me permite.
Dejadme registrar sin cálculos para el futuro o el pasado día por día mi honrado pensamiento.
Y
no dudo de que se le encontrará simétrico, aunque tal no sea mi
propósito, ni yo lo vea así. Mi libro olerá a pinos y tendrá el eco del
zumbido de los insectos. La golondrina posada en mi ventana entretejerá
también en mi tela ese hilillo de paja que lleva en el pico. Pasamos por
lo que somos. El carácter aparece por encima de nuestros deseos. Los
hombres creen que dan a conocer solamente su virtud o su vicio por
acciones ostensibles y no reparan en que su virtud o su vicio se exhala
en su aliento a cada instante.
Habrá
acuerdo entre vuestras acciones más diversas, si cada una de ellas es
honrada y natural en su momento. Las acciones de una voluntad serán
todas armónicas, por desemejantes que parezcan. Esa variedad se
desvanece a corta distancia, a escasa altura del pensamiento. Una misma
tendencia les da unidad. El viaje del mejor barco es una línea quebrada
de cien bordadas. Mirad la línea desde una distancia suficiente y veréis
como se endereza.
Vuestra acción auténtica se explicará a sí misma.
Y explicara vuestras demás acciones auténticas
Vuestra
conformidad no explica nada. Actuad sencillamente, y lo que hayáis
hecho ya de ese modo, os justificará ahora. La grandeza apela al futuro.
Si tengo hoy la firmeza suficiente para obrar con rectitud que me sirva
de defensa ahora. Sea como sea, haced el bien.
Desdeñad las apariencias, y siempre podréis desdeñarlas.
La
fuerza del carácter es acumulativa. Todos los días previos de virtud
influyen con su salud en éste. ¿Qué es lo que constituye la majestad de
los héroes del Senado y del campo de batalla, que llena tanto la
imaginación? La conciencia de tener tras de sí una serie de grandes días
y victorias, que proyectan una luz continua sobre el actor que avanza,
seguido de una escolta visible de ángeles. Eso es lo que hace tronar la
voz de Chatham y da dignidad al porte de Washington y pone a América en
la mira de Adams.
El
honor nos parece venerable porque no es efímero. Es siempre virtud
antigua. Lo adoramos hoy porque no es de hoy. Lo amamos y le tributamos
homenaje por que no es un señuelo para sorprender nuestro amor y nuestro
respeto, sino que depende y deriva de sí mismo y tiene, por
consiguiente, una antigua e inmaculada genealogía, aún mostrándose en un
joven. Espero que en estos días hayamos oído hablar por última vez de
conformidad y consecuencia; que estas palabras sean denunciadas y
ridículas en adelante. En vez de gong que convoca al festín, oigamos el
silbato del pífano espartano.
Prescindamos
ya de cortesías y de excusas. Un gran hombre viene a comer a mi casa:
no deseo agradarle; deseo que él desee agradarme.
Represento a la humanidad, y aunque quisiera hacerla amable, quisiera hacerla verdadera.
Denostemos
y censuremos la suave mediocridad y ese mezquino contento de los
tiempos y lancemos a la faz de la costumbre, del comercio, de la
administración, el hacho que resulta de toda la historia: que hay un
gran pensador y actor responsable dondequiera que un hombre actúa; que
un hombre verdadero no pertenece a ninguna época ni lugar, sino que es
el centro de las cosas. Donde está él está la naturaleza. El os mide, y a
todos los hombres, y a todos los acontecimientos. Ordinariamente, todo
el mundo nos recuerda alguna otra cosa, o alguna otra persona. El
carácter, la realidad, no os recuerda ninguna otra cosa; ocupa el lugar
de la creación entera. El hombre debe serlo hasta tal punto que las
circunstancias le sean indiferentes.
Cada hombre verdadero es una causa.
Un
país, una época: necesita espacio, números y tiempos infinitos para
cumplir con plenitud sus designios, y la posteridad parece seguir sus
pasos con una escolta de clientes. Nace César, y durante siglos tenemos
un Imperio romano. Nace Cristo, y millones de almas se adhieren a su
genio, hasta el extremo de identificarlo con la virtud y con todas las
posibilidades humanas. Una institución es la sobra prolongada de un
hombre, como, por ejemplo, el monaquismo, eremita Antonio; la Reforma,
de Lutero; el cuaquerismo , de Clarkson. Milton llamaba a Escipión "la
cama de Roma", y toda la historia se resuelve con suma facilidad en la
biografía de unas cuantas personalidades fuertes y sinceras.
Que el hombre conozca su valor y mantenga las cosas bajo sus pies. Que no husmee, ni robe, ni se oculte acá o allá, con el aire de un hospiciano, de un bastardo o de un contrabandista, en un mundo que existe para él. Pero el hombre de la calle, al no encontrar en sí mismo un mérito que corresponda a la fuerza que construyó esa torre o esculpió ese dios de mármol, se siente pobre cuando lo contempla. Para él, una estatua, un palacio o un libro precioso tienen un aire extraño y prohibitivo, muy semejante a una alegre comparsa, y parecen decirle de paso: ¿quién eres?. Y, sin embargo, todo es suyo, solicita su atención y suplica a sus facultades que vengan a tomar posesión de ello.
El cuadro aguarda mi veredicto;
no le corresponde darme órdenes;
soy yo quien debe determinar su derecho al elogio.
La
fábula popular del tonto a quien recogen en la calle borracho perdido,
lo llevan al palacio del duque, lo lavan y acuestan en el lecho de éste,
y cuando se despierta lo tratan con la misma obsequiosa ceremonia como
si fuera el duque, y le aseguran que ha estado loco, debe su fama al
hecho de simbolizar muy bien el estado del hombre, el cual es en el
mundo una especie de imbécil, pero de tiempo en tiempo se despierta,
ejercita su razón y se halla con que es un verdadero príncipe.
Nuestra lectura es mendicante y aduladora. En historia nuestra imaginación nos engaña. Reino y señorío, poder y propiedad, son un vocabulario más pomposo que el particular de Juan y Eduardo en una casa pequeña y en su corriente tarea diaria; pero las cosas de la vida son las mismas para ambos; la suma total de ambos es la misma. ¿por qué toda esa deferencia a Alfredo, y a Scanderberg, y a Gustavo? Supongamos que eran virtuosos: ¿agotaron la virtud? Una apuesta tan grande depende de vuestro privado acto de hoy, como consecuencia de los pasos públicos y renombrados. Cuando los particulares obren con criterios originales, el brillo pasará de las acciones de los reyes a las de los hombres honestos.
El mundo ha sido adoctrinado por sus reyes, que de este modo han magnetizado los ojos de las naciones. Ese colosal símbolo ha enseñado la mutua reverencia que el hombre debe al hombre. La gozosa fidelidad con que los hombres han soportado que el rey, el noble o el gran propietario pase en medio de ellos con su ley propia; que establezca su escala propia de los hombres y de las cosas y abata las aspiraciones de los otros; que paguen sus beneficios, no con dinero, sino con honores, y que encarnen la ley de su persona, fue el jeroglífico con que expresaron oscuramente la conciencia de su propio derecho y valer, el derecho de todo ser humano.
Nuestra lectura es mendicante y aduladora. En historia nuestra imaginación nos engaña. Reino y señorío, poder y propiedad, son un vocabulario más pomposo que el particular de Juan y Eduardo en una casa pequeña y en su corriente tarea diaria; pero las cosas de la vida son las mismas para ambos; la suma total de ambos es la misma. ¿por qué toda esa deferencia a Alfredo, y a Scanderberg, y a Gustavo? Supongamos que eran virtuosos: ¿agotaron la virtud? Una apuesta tan grande depende de vuestro privado acto de hoy, como consecuencia de los pasos públicos y renombrados. Cuando los particulares obren con criterios originales, el brillo pasará de las acciones de los reyes a las de los hombres honestos.
El mundo ha sido adoctrinado por sus reyes, que de este modo han magnetizado los ojos de las naciones. Ese colosal símbolo ha enseñado la mutua reverencia que el hombre debe al hombre. La gozosa fidelidad con que los hombres han soportado que el rey, el noble o el gran propietario pase en medio de ellos con su ley propia; que establezca su escala propia de los hombres y de las cosas y abata las aspiraciones de los otros; que paguen sus beneficios, no con dinero, sino con honores, y que encarnen la ley de su persona, fue el jeroglífico con que expresaron oscuramente la conciencia de su propio derecho y valer, el derecho de todo ser humano.
El
magnetismo que ejerce toda acción original se explica cuando nos
preguntamos por la razón de la confianza en uno mismo. ¿Quién es el
fiador? ¿Cuál es ese yo aborigen, en el que puede basarse una confianza
universal? ¿Cuáles son la naturaleza y el poder de esa estrella que se
burla de la ciencia, de esa estrella sin paralaje, sin elementos
calculables, que lanza un rayo de belleza sobre las acciones triviales e
impuras, si aparece la menor señal de independencia? La investigación
nos lleva a esa fuente que es a la vez el origen del genio, de la virtud
y de la vida, que designamos con el nombre de Espontaneidad o Instinto.
Llamamos Intuición a esta sabiduría primaria, mientras que todas las
enseñanzas posteriores son aprendizaje. En esa fuerza profunda, hecho
último ante el cual se detiene el análisis, está el origen común de
todas las cosas. Porque el sentimiento del ser, que en horas de calma
surge en el alma, no sabe cómo, no es nada diferente de las cosas, del
espacio, de la luz, del tiempo, del hombre, sino uno con ellos; y
procede claramente del mismo material, de donde proceden también su vida
y su ser.
Primero
compartimos la vida por la que las cosas existen y luego las vemos en
la naturaleza como apariencias, y olvidamos que hemos sido partícipes de
su causa. Aquí esta la fuente de la acción y del pensamiento. Esos son
los pulmones de esa inspiración que da al hombre la sabiduría, y que no
puede negarse sin incurrir en impiedad o ateísmo.
Reposamos en el seno de la inmensa inteligencia, que nos hace receptores de su verdad, y órganos de su actividad.
Cuando
discernimos la justicia y la verdad sólo permitimos el paso a sus
rayos. Si preguntamos de dónde viene esto, si tratamos de espiar esas
causas en el alma, toda la filosofía falla. Lo único que podemos afirmar
es su presencia o ausencia. Todos los hombres distinguen entre los
actos voluntarios de su mente y sus percepciones involuntarias, y saben
que deben prestar a estas últimas fe ciega. Podemos errar en la
expresión de éstas, pero sabemos que son así, y que como el día y la
noche, no cabe discutirlas. Mis acciones y adquisiciones voluntarias no
son sino cosas errabundas; pero el ensueño más ligero, la emoción nativa
más débil, solicitan mi curiosidad y respeto. La gente insensata
contradice con tanta facilidad el resultado de una percepción como el de
una opinión, o quizá con más facilidad, pues no distinguen entre
percepción e idea. Creen que depende de mi elección el ver esto o lo
otro; y, con el tiempo, toda la humanidad -aunque puede ocurrir que
nadie lo haya visto antes que yo-. Pues mi percepción de él es un hecho,
tanto como lo es el sol.
Las
relaciones del alma con el espíritu son tan puras, que es una
profanación el tratar de buscar intermediarios. Tiene que ser que cuando
Dios hable debe comunicar, no una cosa, sino todas las cosas; llenará
el mundo con su voz; esparcirá la luz, la naturaleza, el tiempo, las
almas, desde el centro del pensamiento actual, y fechará y creará el
mundo de nuevo.
Siempre
que un alma es sencilla y recibe la sabiduría divina, las cosas viejas
se disipan: medios, maestros, textos, templos, caen.
Vive
ahora y absorbe pasado y futuro en la hora presente. Todas las cosas se
hacen sagradas con relación a esto: tanto una como otra. Todas son
disueltas hasta su centro por su causa y, en el milagro universal, todos
los milagros particulares y minúsculos desaparecen. Por lo tanto, si un
hombre pretende conocer a DIOS y hablar de Él, y os hace retroceder a
la fraseología de alguna vieja nación destruida, de otro país, de otro
mundo, no le creáis. ¿Vale más la bellota que el roble, que es su
plenitud y perfección? ¿Vale más el padre que el hijo, en el que ha
vertido su ser maduro? ¿por qué, entonces, este culto al pasado? Los
siglos conspiran contra la salud y la autoridad del alma. El tiempo y el
espacio no son sino colores fisiológicos que el ojo hace; pero el alma
es luz; donde está, es de día; donde estuvo, es de noche. Y la historia
es una impertinencia y una injuria si se la considera como algo más que
una parábola o un epílogo agradable de mi ser y de lo que voy a ser. El
hombre es tímido y tiende a disculparse; no obra rectamente; no se
atreve a decir: "pienso", "soy", sino que cita a algún sabio o santo. Se
avergüenza ante la brizna de la hierba o ante la rosa que florece.
Estas rosas que se hallan bajo mi ventana no hacen ninguna referencia a
unas rosas anteriores o mejores; son lo que son; existen hoy con Dios.
Para ellas no hay tiempo. Hay simplemente la rosa; es perfecta en cada
momento de su existencia. Antes de brotar una yema en la planta, su vida
entera actúa; en la flor plenamente abierta no hay nada más; en la raíz
sin hojas, no hay nada menos. Su naturaleza está satisfecha, y ella
satisface a la naturaleza, igualmente, en todos los momentos. Pero el
hombre pospone o recuerda; no vive en el presente, sino que volviendo
los ojos, lamenta el pasado, o, desatento a las riquezas que le rodean,
se empina sobre la punta de los pies para prever el futuro.
No puede ser feliz y fuerte a menos que viva con la naturaleza en el presente, por encima del tiempo.
Esto
debía ser bastante claro. Sin embargo, ved como intelectos fuertes no
se atreven siquiera a oír a Dios mismo, a menos que hable la fraseología
de no sé qué David, o Jeremías o Pablo. No debemos dar siempre tan gran
valor a unos cuantos textos, a unas cuantas vidas. Son como niños que
repiten de memoria las máximas de las abuelas y preceptores, y, al ir
teniendo más años, las de los hombres de talento y carácter que hemos
conocido, esforzándonos por recordarlas al pie de la letra; después
cuando la vida nos depara el punto de vista de los que profirieron tales
frases, comprendemos su sentido y nos sentimos dispuestos a olvidar las
palabras, pues, en cualquier momento, podemos emplear palabras tan
buenas cuando surja la ocasión.
Ralph Waldo Emerson
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