La acción iniciada tras el fracaso de
abril de 1961 puso en marcha nuevos medios. Movilizó una cantidad
creciente de partidarios y está resueltamente comprometida en la vía de
la violencia y la clandestinidad. Esta transformación de los métodos de
combate no ha afectado sin embargo a las coordenadas del método
anteriormente aplicado. Sigue estando conformada por las características
de las luchas “nacionales”, jalonadas por actos de valor y fracasos
lamentables.
Lenin, asumiendo en 1917 los riesgos de
una derrota militar para crear las condiciones necesarias para la
revolución bolchevique, o incluso Franco, marcando su toma de mando
insurreccional en 1936 fusilando a uno de sus primos que se negaba a
seguirlo, son dos ejemplos de un comportamiento inverso al de los
“nacionales”.
Por el contrario, la negativa de llevar la acción a la metrópoli el
22 de abril de 1961, como la sangrienta e inútil manifestación parisina
del 6 de febrero de 1934, son típicas de la mentalidad “nacional”.
Fallos de origen
Los “nacionales” que emplearon la palabra
“revolución” sin conocer el significado, creen en el “despertar
nacional” espontáneo. Creen también que “el ejército se moverá”…
Confiados en esos dos sueños irrealizables, considerados como remedios
milagro, no conciben la necesidad de educar a sus partidarios a través
de una doctrina que explique las causas de la decadencia occidental, que
proponga una solución y que sirva de timón para el pensamiento en la
acción. Es por eso que aceptan una serie de enfermedades políticas
responsables de sus fracasos.
Confusión ideológica
Los “nacionales” atacan las
manifestaciones del mal, no sus raíces. Son anticomunistas pero olvidan
que el capitalismo y los regímenes liberales son los principales
responsables de la propagación del comunismo. Eran hostiles a la
política argelina del gobierno, pero olvidaron que esa política era el
producto de un régimen, de su ideología, de sus intereses, de sus
auténticos dueños financieros y tecnócratas tanto como de sus
estructuras políticas y económicas. Querían salvar la Argelia Francesa
contra el régimen, pero asumían sus principios y mitos. ¿Podemos
imaginar a los primeros cristianos adorando ídolos paganos y a los
comunistas cantando alabanzas al capitalismo?
Conformismo
Todos los “nacionales” conocen un
gaullista bueno, un tecnócrata bueno, un ministro bueno. Cediendo a un
viejo reflejo burgués, temen “la aventura” y el “caos”. Por poco que un
hombre del régimen agite la bandera, le conceden su confianza. Prefieren
el confort de la ceguera a la lucidez. El sentimentalismo y el espíritu
de campanario superan siempre al razonamiento político. En la esperanza
torpe de satisfacer a todo el mundo, se niegan a tomar partido y no
satisfacen a nadie.
Arcaísmo
Por falta de imaginación, los
“nacionales” continúan tocando la trompeta de un Déroudèle que ya no
amotina a nadie. El programa y las consignas están fijados en el
tricolor de antes de la guerra, del ejército al poder, al anticomunismo
negativo, pasando por la contrarrevolución y el corporativismo, las
“formulas nacionales” rechazan más que seducen. Ese arsenal político
data de medio siglo atrás. Carece de atracción sobre nuestro pueblo.
Fallo en la organización
Las razones que empujan a los
“nacionales” a negar la necesidad de ideas en el combate político, les
empujan a negar la necesidad de la organización. Su acción está viciada
por taras que explican todos sus fracasos.
Oportunismo
Las personalidades “nacionales”
parlamentarias, como las militares y civiles, son oportunistas por
ambición personal. El pretexto generalmente invocado para camuflar su
arribismo es el de la “habilidad”. Es en nombre de esa habilidad que los
“nacionales” dieron su apoyo al referéndum de 1958, y las iniciativas
de los políticos desde entonces. Detrás de cada una de esas posiciones
se presentaba la perspectiva de un cargo, una sinecura o una elección.
Intuyen la dirección del viento y saben ser violentos, sediciosos
incluso cuando eso les parece favorable. Sus discursos terribles no
asustan a nadie. Atacan a un hombre, a un gobierno y se abstienen de
tocar lo esencia y atacar al mismo régimen. Argelia les sirvió bien como
trampolín y como ocasión de hacer fortuna gracias a los subsidios
generosamente dispensados, mientras los militantes tenían que combatir
con las manos vacías. Si el viento cambiase, no dudaran en traicionar su
bandera y sus camaradas. El asiento en el Parlamento no es un medio
sino un fin en sí mismo: debe de ser conservado a toda costa. Los
simples partidarios, ellos, son oportunistas por falta de doctrina y
formación. Confían en la cara del charlatán y en las impresiones
superficiales más que en el análisis político de las ideas y los hechos,
están condenados a ser engañados.
Mitomanía
La lectura de novelas de espionaje, los
recuerdos de la resistencia y otros servicios especiales, la narración
de los conspiradores, gaullistas y de otro tipo, hunden a los
“nacionales” en una atmósfera de ensueño permanente. Una partida de
carta con un general retirado, un parlamentario o un sargento de reserva
se convierte en una sombría y poderosa conjura. Por poco que se
recluten diez estudiantes de secundaria ya se toma uno por Mussolini.
Cuando se presume de mandar 5000 hombres encuadrados, es que se reúne a
duras penas algunos cientos de restos de saldo. Si, por casualidad,
reciben una circular de cualquier administración militar, muestran el
sobre con aires de conspiradores, sonrisas y silencios llenos de pesados
sobrentendidos. Son partidarios de la unión en torno a ellos y se
descargan en amargos reproches de sectarismo con respecto a los
militantes que se niegan a tomárselos en serio. Los mismos “nacionales”
en un periodo de auténtico clandestinaje, se dejan detener con listas de
direcciones y documentos, cantan apenas la policía levanta la voz.
Terrorismo
El falso análisis de la situación, la
ausencia de doctrina y formación que empujan a unos hacia el
oportunismo, envían a otros en búsqueda de la violencia negativa y el
terrorismo. La mala digestión de estudios demasiado primarios,
consagrados a ciertos aspectos de la subversión comunista del FLN, ha
acelerado esa inclinación. Los petardos debajo de las ventanas de los
porteros no han aportado ni un partidario a la Argelia Francesa. El
terrorismo ciego es la mejor manera de separarse de una población. Es un
acto desesperado. De la misma manera que la acción clandestino y la
utilización calculada de la fuerza pueden ser indispensables cuando una
nación ya no tiene otros medios para recuperar su derecho, y en ese caso
la acción apunta a hacer participar al pueblo en la lucha, el
terrorismo lanza al que lo emplea fuera de la comunidad popular y le
condena al fracaso.
Anarquismo
Los “nacionales” que admiran tanto la
disciplina ajena son, en la práctica, auténticos anarquistas. Incapaces
de colocarse en su puesto en el combate, les gustan las acciones
desordenadas. Su vanidad les empuja a actos individuales gratuitos
aunque su causa se resienta. Ignoran la palabra dada y nadie puede saber
a donde les conducirá su fantasía. Siguen como mucho a un jefe de banda
y se dividen en pequeños clanes. La ausencia de referencia ideológica
común aumenta su división e impide su unidad.
Por una nueva teoría revolucionaria
Antes de pensar en definir algo
constructivo, esta crítica de las taras “nacionales” es indispensable.
Algunos, por falta de madurez política, podrán no comprenderla. Aquellos
que han aceptado las lecciones de su propia experiencia admitirán por
le contrario su necesidad.
La revolución no es acto de la violencia
que a veces acompaña un cambio de poder. No es tampoco un simple cambio
de instituciones o clanes políticos. La revolución es menos la toma del
poder que su empleo para la construcción de la nueva sociedad. Esa tarea
inmensa no puede plantearse en el desorden de los espíritus y los
actos. Necesita un vasto instrumento de trabajo, preparación y
formación. El combate “nacional” se empantanada en caminos que tienen
medio siglo de antigüedad. Ante todo debe elaborarse una nueva teoría
revolucionaria.
No hay revolución espontánea
No siempre es posible actuar, es menos
fácil aún triunfar. Sobre todo en una lucha revolucionaria, combate a
muerte contra un adversario todo poderoso, arraigado, experimentado, que
es preciso combatir con las ideas y la astucia más que por la fuerza.
Es sin embargo frecuente oír como se contraponen acción y pensamiento.
Eso es creer en la espontaneidad de la acción revolucionaria. Y se cita
como ejemplo la revolución fascista en Italia. Se olvida que en el
momento de la formación de los “fascios” en 1915 Mussolini ya combatía
desde hacía más de doce años como agitador y periodista.
Se olvidan sobre todo las condiciones de
lucha en la Italia posterior al armisticio de 1918 que no tenían nada
que ver con las de Francia hoy. En Italia como en otras naciones
europeas, el poder del Estado era extremadamente débil, incapaz de
imponer su ley a las facciones armadas que se disputaban el país. El
Estado debía pactar una y otra vez con auténticos ejércitos políticos.
En octubre de 1922, el ejército de los “camisas negras” fue el de mayor
peso y se apoderó del Estado. Hoy, los “regímenes liberales” de
Occidente se caracterizas por una numerosa casa de privilegiados,
agentes de grupos financieros, que controlan el conjunto de las palancas
políticas, administrativas, económicas y están unidos por una estrecha
complicidad. Se apoyan en un gigantesco aparato administrativo que
encuadra rigurosamente a la población, especialmente gracias a la
reglamentación social. Controlan la casi totalidad de los medios de
información y dominan los mentes. Se defienden gracias a innumerables
fuerzas policiales. Han transformado a los ciudadanos en borregos. Sólo
la oposición ficticia es tolerada.
Al final de la primera guerra mundial, la
revolución comunista era una amenaza inmediata para toda Europa. El
peligro determina siempre un movimiento de defensa: los movimientos
fascistas se aprovecharon de ello. Única fuerza capaz de oponerse a la
violencia roja, el fascismo recibió importantes apoyos y la llegada en
masa de partidarios. Hoy, “la lucha final”, los soviets en la fábrica,
las checas, pertenecen al pasado. Los comunistas de Occidente se han
aburguesado, forman parte del decorado, son los más firmes defensores
del régimen. El hombre del cuchillo entre los dientes ya no es el
comunista sino el activista. En cuanto a Rusia, los capitalistas ven en
ella un nuevo mercado.
Por el contrario durante la primera mitad
del Siglo XX, la satisfacción de las necesidades materiales elementales
parece estar al alcance de todos. Las sopas populares, las huelgas
salvajes han sido olvidadas. Dejando a un lado algunas categorías
minoritarias amenazadas, la gran masa de los asalariados está convencida
de tener más que perder que de ganar arrancando por la violencia lo que
las reivindicaciones pacíficas y el tiempo le darán inevitablemente. El
yugo de las leyes sociales y el chantaje al crédito harán lo necesario
para retirarle cualquier combatividad.
El interés general, el valor cívico y
político están presentes en una muy pequeña minoría, insultada, a la que
se les limita sistemáticamente los medios de expresión legales. Esto
nos aleja bastante de la Italia de los años 20. El genio personal de
Mussolini podía bastar para agrupar una masa apasionada, disponible, y
para conquistar un Estado incapaz de defenderse. Esa ya no es la
situación en Europa o en Francia. Puesto que el poder pertenece al
adversario hace falta una astucia superior. Puesto que el “gran hombre”
(por lo demás inexistente) se ha depreciado; hace falta apostar en el
equipo. La calidad de los combatientes, el combate metódico y razonado,
la dirección colegida, se imponen: enseñanza y doctrina.
Desde 1947, el ejército francés obligado a
defenderse de los terroristas de ultramar, vence sobre el terreno y es
obligada a capitulaciones sucesivas por el conjunto de las fuerzas
políticas y económicas que constituyen el régimen. Ha hecho falta
esperar a abril de 1961, catorce años, para que una cantidad ínfima de
mandos entrevean su verdadero enemigo. Un enemigo que se encontraba
menos en el terreno, bajo el aspecto del Viet o del fellagha, que en la
misma Francia, en los consejos de administración, los bancos, las salas
de redacción, las asambleas y oficinas ministeriales. Incluso ese
sentimiento más hostil a una Metrópoli mítica decadente que a la
realidad del régimen, esa toma de conciencia limitada careció de
continuidad.
Para vencer, hace falta comprender que es
el régimen, descubrir sus métodos, desenmascarar a sus cómplices,
aquellos que se camuflan como patriotas. Hace falta determinar
soluciones positivas que permitirán construir la sociedad de mañana.
Esto exige un retorno total sobre sí mismo, una total revisión de las
verdades aprendidas, una conciencia revolucionaria.
Conciencia revolucionaria
Nada es menos espontáneo que la
conciencia revolucionaria. El revolucionario está plenamente de la lucha
iniciada entre el Nacionalismo, portador de valores creativos y
espirituales de Occidente y el materialismo bajo sus formas liberales o
marxistas. Esta libre de los prejuicios, contra verdades y reflejos
condicionados a través de los que el régimen se defiende. La educación
política que permite liberarse se adquiere a través de la experiencia
personal, calor está, pero sobre todo gracias a la ayuda de la enseñanza
que sólo el estudio permite alcanzar. Sin esa educación, el hombre más
valeroso, más audaz, no es sino una marioneta manipulada por el régimen.
Según las circunstancias este tira de los hilos que regularán su
comportamiento. Hilo patriótico, anticomunismo ciego, amenaza fascista,
legitimista, unidad del ejército, etc. A través de una propaganda
permanente de sentido único, a la que uno está sometido desde la
infancia, el régimen, bajo sus múltiples aspectos, ha intoxicado
progresivamente a los franceses. Todas las naciones de dirección
democrática están en ese punto. Todo espíritu crítico, todo pensamiento
personal son destruidos. Basta que se pronuncien las palabras clave para
desencadenar el reflejo condicionado previsto y se suprima todo
razonamiento.
La espontaneidad deja subsistir el
reflejo condicionado. No conduce sino a la revuelta, tan fácil de
detener o desviar con algunas concesiones superficiales, algunos huesos
que roer o algunos cambios de decorado. Fue así varias ocasiones con los
franceses en Argelia, el ejército y los “nacionales”. Ante un peligro
vital, es posible alzar un frente defensivo. La resistencia al final de
la última guerra y la OAS son ejemplos. El resultado del combate era a
vida o muerte; la lucha física contra la fuerza física del adversario
visible era total, sin piedad. Supongamos que la revuelta triunfa, en el
momento en que se conjura el peligro, el frente explota en múltiples
clanes, mientras que la masa de los partidarios, no teniendo ya razones
para combatir, regresa a sus tareas familiares, se desmoviliza y confía
de nuevo la ciudad salvada a aquellos que la habían perdido.
Francia y Europa deben realizar su
revolución nacionalista para sobrevivir. Cambios superficiales no
alcanzarían el mal. Nada se hará mientras los gérmenes del régimen no
sean extirpados hasta la última raíz. Para eso hay que destruir su
organización política, abatir sus ídolos y dogmas, eliminar sus maestros
oficiales y ocultos, mostrar al pueblo como se le ha engañado,
explotado, mancillado. Finalmente reconstruir. No con construcciones de
papel sino sobre una élite joven y revolucionarias, compenetrada con un
nuevo concepto del mundo. ¿La acción que debe imponer esa revolución
perpetua puede concebirse sin la dirección de una doctrina
revolucionaria? Ciertamente no. ¿Cómo enfrentarnos a un enemigo armado
con una dialéctica probada, dotada de una larga experiencia,
poderosamente organizado, sin ideología, sin método?
Sin doctrina revolucionaria no es posible la revolución
Incluso cuando reviste formas militares,
la lucha revolucionaria es ante todo psicológica. ¿Cómo conducirla, como
convertir, entusiasmar a los nuevos partidarios sin una definición
clara de la nueva ideología, sin doctrina? Una doctrina comprendida, no
tan sólo como un conjunto de abstracciones, sino como un timón para el
pensamiento y la acción. Mantener la moral ofensiva de los partidarios
propios, comunicar las convicciones a los vacilantes, son dos
condiciones indispensables para el desarrollo del Nacionalismo. La
prueba está en que en la acción o la prisión, cuando la desmoralización
amenaza, cuando el adversario parece triunfar, los militantes educados,
cuyo pensamiento coherente sostiene la fe, tienen una capacidad de
resistencia superior. Una nueva elaboración doctrina es la única
respuesta a la división infinita de los activistas. No hay que regresar
al valor unificador de la acción. Es evidente. Pero esa unificación no
puede ser duradera y útil sin la unidad ideológica en torno a una
doctrina justa. El redactor de “France-Observateur”, el funcionario de
la SFIO, el comunista tienen en común una misma ideología: el marxismo.
Su referencia doctrinal es así pues la misma, su concepto del mundo
similar. Las palabras que emplean tienen el mismo significado.
Pertenecen a la misma familia. A pesar de sus profundas divisiones en la
acción, concurren en imponer la misma ideología. No pasa lo mismo con
la oposición nacional. Los activistas no se reconocen antepasados
comunes. Unos son fascistantes, otros maurrasianos, algunos se dicen
integristas y cada una de las categorías encierra distintas variantes.
Su única unidad es negativa; anticomunismo, antigaullismo. No se
comprenden entre sí. Las palabras que emplean –revolución,
contrarrevolución, nacionalismo, Europa, etc. –tienen sentidos
distintos, incluso opuestos.
¿Cómo no se enfrentarían? ¿Cómo
afirmarían una misma ideología? La unidad revolucionaria es imposible
sin unidad de doctrina. La obra de Marx es inmensa, ilegible y confusa.
Hizo falta un Lenin para extraer un cuerpo doctrinal claro y para
transformar ese horrible barullo en un arma eficaz para el combate
político. El nacionalismo tiene tras de sí su Marx colectivo, tan
confuso e inadaptado como el compañero de Engels podía serlo para la
Rusia de 1903. En necesario urgentemente crear un Lenin colectivo.
El nacionalismo es heredero de un
pensamiento infinitamente rico, pero demasiado diverso, incompleto y
entreverado de arcaísmos. Ha llegado el momento de hacer la síntesis y
de darle los complementos, los correctivos impuestos por la eclosión de
nuevos problemas. Tal estudio documentado en torno a la Alta Finanza,
tal sobre las doctrinas del nacionalismo constituye excelentes
aproximaciones que responden a esa necesidad.
Las causas que precipitaron, a finales
del Siglo XIX, el nacimiento del Nacionalismo en tanto ideología
política (y no en el sentido estrecho de la simple toma de conciencia
nacional), no han cambiado desde el entonces. El nacionalismo nació de
la crítica de la sociedad liberal del Siglo XIX. A continuación se opuso
al marxismo, hijo natural del liberalismo.
Llegando después de los contra
enciclopedistas, tras los positivistas, tras Taine, Benan, de los que
subsiste una para de la enseñanza en el Nacionalismo, Drumont y Barres
trazaron los caracteres permanentes de esa ideología, a la que Charles
Maurras, José Antonio, Robert Brasillach, Alexis Carrel y tantos otros
en Europa dieron la colaboración de su propio genio. Fundado a partir de
un concepto heroico de la existencia, el Nacionalismo, que es un
retorno a las fuentes de la comunidad popular, pretende crear nuevas
relaciones sociales sobre una base comunitaria y construir un orden
político en base a la jerarquía del mérito y el valor. Despojado de la
estrecha envoltura impuesta por una época, el Nacionalismo se ha
convertido en una nueva filosofía política. Europeo en sus conceptos y
sus perspectivas, aporta una solución universal a los problemas
planteados al hombre por la revolución de la técnica.
Dominique Venner
El texto completo puede leerse en "¿Qué es ser Nacional Revolucionario?",
de Ediciones Nueva República
El texto completo puede leerse en "¿Qué es ser Nacional Revolucionario?",
de Ediciones Nueva República
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