viernes, 24 de mayo de 2013

Por una crítica positiva (I)

Las taras de la Oposición Nacional

La acción iniciada tras el fracaso de abril de 1961 puso en marcha nuevos medios. Movilizó una cantidad creciente de partidarios y está resueltamente comprometida en la vía de la violencia y la clandestinidad. Esta transformación de los métodos de combate no ha afectado sin embargo a las coordenadas del método anteriormente aplicado. Sigue estando conformada por las características de las luchas “nacionales”, jalonadas por actos de valor y fracasos lamentables.

Lenin, asumiendo en 1917 los riesgos de una derrota militar para crear las condiciones necesarias para la revolución bolchevique, o incluso Franco, marcando su toma de mando insurreccional en 1936 fusilando a uno de sus primos que se negaba a seguirlo, son dos ejemplos de un comportamiento inverso al de los “nacionales”.
Por el contrario, la negativa de llevar la acción a la metrópoli el 22 de abril de 1961, como la sangrienta e inútil manifestación parisina del 6 de febrero de 1934, son típicas de la mentalidad “nacional”.

Fallos de origen

Los “nacionales” que emplearon la palabra “revolución” sin conocer el significado, creen en el “despertar nacional” espontáneo. Creen también que “el ejército se moverá”… Confiados en esos dos sueños irrealizables, considerados como remedios milagro, no conciben la necesidad de educar a sus partidarios a través de una doctrina que explique las causas de la decadencia occidental, que proponga una solución y que sirva de timón para el pensamiento en la acción. Es por eso que aceptan una serie de enfermedades políticas responsables de sus fracasos.

Confusión ideológica

Los “nacionales” atacan las manifestaciones del mal, no sus raíces. Son anticomunistas pero olvidan que el capitalismo y los regímenes liberales son los principales responsables de la propagación del comunismo. Eran hostiles a la política argelina del gobierno, pero olvidaron que esa política era el producto de un régimen, de su ideología, de sus intereses, de sus auténticos dueños financieros y tecnócratas tanto como de sus estructuras políticas y económicas. Querían salvar la Argelia Francesa contra el régimen, pero asumían sus principios y mitos. ¿Podemos imaginar a los primeros cristianos adorando ídolos paganos y a los comunistas cantando alabanzas al capitalismo?

Conformismo

Todos los “nacionales” conocen un gaullista bueno, un tecnócrata bueno, un ministro bueno. Cediendo a un viejo reflejo burgués, temen “la aventura” y el “caos”. Por poco que un hombre del régimen agite la bandera, le conceden su confianza. Prefieren el confort de la ceguera a la lucidez. El sentimentalismo y el espíritu de campanario superan siempre al razonamiento político. En la esperanza torpe de satisfacer a todo el mundo, se niegan a tomar partido y no satisfacen a nadie.

Arcaísmo

Por falta de imaginación, los “nacionales” continúan tocando la trompeta de un Déroudèle que ya no amotina a nadie. El programa y las consignas están fijados en el tricolor de antes de la guerra, del ejército al poder, al anticomunismo negativo, pasando por la contrarrevolución y el corporativismo, las “formulas nacionales” rechazan más que seducen. Ese arsenal político data de medio siglo atrás. Carece de atracción sobre nuestro pueblo.

Fallo en la organización

Las razones que empujan a los “nacionales” a negar la necesidad de ideas en el combate político, les empujan a negar la necesidad de la organización. Su acción está viciada por taras que explican todos sus fracasos.

Oportunismo

Las personalidades “nacionales” parlamentarias, como las militares y civiles, son oportunistas por ambición personal. El pretexto generalmente invocado para camuflar su arribismo es el de la “habilidad”. Es en nombre de esa habilidad que los “nacionales” dieron su apoyo al referéndum de 1958, y las iniciativas de los políticos desde entonces. Detrás de cada una de esas posiciones se presentaba la perspectiva de un cargo, una sinecura o una elección. Intuyen la dirección del viento y saben ser violentos, sediciosos incluso cuando eso les parece favorable. Sus discursos terribles no asustan a nadie. Atacan a un hombre, a un gobierno y se abstienen de tocar lo esencia y atacar al mismo régimen. Argelia les sirvió bien como trampolín y como ocasión de hacer fortuna gracias a los subsidios generosamente dispensados, mientras los militantes tenían que combatir con las manos vacías. Si el viento cambiase, no dudaran en traicionar su bandera y sus camaradas. El asiento en el Parlamento no es un medio sino un fin en sí mismo: debe de ser conservado a toda costa. Los simples partidarios, ellos, son oportunistas por falta de doctrina y formación. Confían en la cara del charlatán y en las impresiones superficiales más que en el análisis político de las ideas y los hechos, están condenados a ser engañados.

Mitomanía

La lectura de novelas de espionaje, los recuerdos de la resistencia y otros servicios especiales, la narración de los conspiradores, gaullistas y de otro tipo, hunden a los “nacionales” en una atmósfera de ensueño permanente. Una partida de carta con un general retirado, un parlamentario o un sargento de reserva se convierte en una sombría y poderosa conjura. Por poco que se recluten diez estudiantes de secundaria ya se toma uno por Mussolini. Cuando se presume de mandar 5000 hombres encuadrados, es que se reúne a duras penas algunos cientos de restos de saldo. Si, por casualidad, reciben una circular de cualquier administración militar, muestran el sobre con aires de conspiradores, sonrisas y silencios llenos de pesados sobrentendidos. Son partidarios de la unión en torno a ellos y se descargan en amargos reproches de sectarismo con respecto a los militantes que se niegan a tomárselos en serio. Los mismos “nacionales” en un periodo de auténtico clandestinaje, se dejan detener con listas de direcciones y documentos, cantan apenas la policía levanta la voz.

Terrorismo

El falso análisis de la situación, la ausencia de doctrina y formación que empujan a unos hacia el oportunismo, envían a otros en búsqueda de la violencia negativa y el terrorismo. La mala digestión de estudios demasiado primarios, consagrados a ciertos aspectos de la subversión comunista del FLN, ha acelerado esa inclinación. Los petardos debajo de las ventanas de los porteros no han aportado ni un partidario a la Argelia Francesa. El terrorismo ciego es la mejor manera de separarse de una población. Es un acto desesperado. De la misma manera que la acción clandestino y la utilización calculada de la fuerza pueden ser indispensables cuando una nación ya no tiene otros medios para recuperar su derecho, y en ese caso la acción apunta a hacer participar al pueblo en la lucha, el terrorismo lanza al que lo emplea fuera de la comunidad popular y le condena al fracaso.

Anarquismo

Los “nacionales” que admiran tanto la disciplina ajena son, en la práctica, auténticos anarquistas. Incapaces de colocarse en su puesto en el combate, les gustan las acciones desordenadas. Su vanidad les empuja a actos individuales gratuitos aunque su causa se resienta. Ignoran la palabra dada y nadie puede saber a donde les conducirá su fantasía. Siguen como mucho a un jefe de banda y se dividen en pequeños clanes. La ausencia de referencia ideológica común aumenta su división e impide su unidad.

Por una nueva teoría revolucionaria

Antes de pensar en definir algo constructivo, esta crítica de las taras “nacionales” es indispensable. Algunos, por falta de madurez política, podrán no comprenderla. Aquellos que han aceptado las lecciones de su propia experiencia admitirán por le contrario su necesidad.

La revolución no es acto de la violencia que a veces acompaña un cambio de poder. No es tampoco un simple cambio de instituciones o clanes políticos. La revolución es menos la toma del poder que su empleo para la construcción de la nueva sociedad. Esa tarea inmensa no puede plantearse en el desorden de los espíritus y los actos. Necesita un vasto instrumento de trabajo, preparación y formación. El combate “nacional” se empantanada en caminos que tienen medio siglo de antigüedad. Ante todo debe elaborarse una nueva teoría revolucionaria.

No hay revolución espontánea

No siempre es posible actuar, es menos fácil aún triunfar. Sobre todo en una lucha revolucionaria, combate a muerte contra un adversario todo poderoso, arraigado, experimentado, que es preciso combatir con las ideas y la astucia más que por la fuerza. Es sin embargo frecuente oír como se contraponen acción y pensamiento. Eso es creer en la espontaneidad de la acción revolucionaria. Y se cita como ejemplo la revolución fascista en Italia. Se olvida que en el momento de la formación de los “fascios” en 1915 Mussolini ya combatía desde hacía más de doce años como agitador y periodista.

Se olvidan sobre todo las condiciones de lucha en la Italia posterior al armisticio de 1918 que no tenían nada que ver con las de Francia hoy. En Italia como en otras naciones europeas, el poder del Estado era extremadamente débil, incapaz de imponer su ley a las facciones armadas que se disputaban el país. El Estado debía pactar una y otra vez con auténticos ejércitos políticos. En octubre de 1922, el ejército de los “camisas negras” fue el de mayor peso y se apoderó del Estado. Hoy, los “regímenes liberales” de Occidente se caracterizas por una numerosa casa de privilegiados, agentes de grupos financieros, que controlan el conjunto de las palancas políticas, administrativas, económicas y están unidos por una estrecha complicidad. Se apoyan en un gigantesco aparato administrativo que encuadra rigurosamente a la población, especialmente gracias a la reglamentación social. Controlan la casi totalidad de los medios de información y dominan los mentes. Se defienden gracias a innumerables fuerzas policiales. Han transformado a los ciudadanos en borregos. Sólo la oposición ficticia es tolerada.

Al final de la primera guerra mundial, la revolución comunista era una amenaza inmediata para toda Europa. El peligro determina siempre un movimiento de defensa: los movimientos fascistas se aprovecharon de ello. Única fuerza capaz de oponerse a la violencia roja, el fascismo recibió importantes apoyos y la llegada en masa de partidarios. Hoy, “la lucha final”, los soviets en la fábrica, las checas, pertenecen al pasado. Los comunistas de Occidente se han aburguesado, forman parte del decorado, son los más firmes defensores del régimen. El hombre del cuchillo entre los dientes ya no es el comunista sino el activista. En cuanto a Rusia, los capitalistas ven en ella un nuevo mercado.

Por el contrario durante la primera mitad del Siglo XX, la satisfacción de las necesidades materiales elementales parece estar al alcance de todos. Las sopas populares, las huelgas salvajes han sido olvidadas. Dejando a un lado algunas categorías minoritarias amenazadas, la gran masa de los asalariados está convencida de tener más que perder que de ganar arrancando por la violencia lo que las reivindicaciones pacíficas y el tiempo le darán inevitablemente. El yugo de las leyes sociales y el chantaje al crédito harán lo necesario para retirarle cualquier combatividad.

El interés general, el valor cívico y político están presentes en una muy pequeña minoría, insultada, a la que se les limita sistemáticamente los medios de expresión legales. Esto nos aleja bastante de la Italia de los años 20. El genio personal de Mussolini podía bastar para agrupar una masa apasionada, disponible, y para conquistar un Estado incapaz de defenderse. Esa ya no es la situación en Europa o en Francia. Puesto que el poder pertenece al adversario hace falta una astucia superior. Puesto que el “gran hombre” (por lo demás inexistente) se ha depreciado; hace falta apostar en el equipo. La calidad de los combatientes, el combate metódico y razonado, la dirección colegida, se imponen: enseñanza y doctrina.

Desde 1947, el ejército francés obligado a defenderse de los terroristas de ultramar, vence sobre el terreno y es obligada a capitulaciones sucesivas por el conjunto de las fuerzas políticas y económicas que constituyen el régimen. Ha hecho falta esperar a abril de 1961, catorce años, para que una cantidad ínfima de mandos entrevean su verdadero enemigo. Un enemigo que se encontraba menos en el terreno, bajo el aspecto del Viet o del fellagha, que en la misma Francia, en los consejos de administración, los bancos, las salas de redacción, las asambleas y oficinas ministeriales. Incluso ese sentimiento más hostil a una Metrópoli mítica decadente que a la realidad del régimen, esa toma de conciencia limitada careció de continuidad.

Para vencer, hace falta comprender que es el régimen, descubrir sus métodos, desenmascarar a sus cómplices, aquellos que se camuflan como patriotas. Hace falta determinar soluciones positivas que permitirán construir la sociedad de mañana. Esto exige un retorno total sobre sí mismo, una total revisión de las verdades aprendidas, una conciencia revolucionaria.

Conciencia revolucionaria

Nada es menos espontáneo que la conciencia revolucionaria. El revolucionario está plenamente de la lucha iniciada entre el Nacionalismo, portador de valores creativos y espirituales de Occidente y el materialismo bajo sus formas liberales o marxistas. Esta libre de los prejuicios, contra verdades y reflejos condicionados a través de los que el régimen se defiende. La educación política que permite liberarse se adquiere a través de la experiencia personal, calor está, pero sobre todo gracias a la ayuda de la enseñanza que sólo el estudio permite alcanzar. Sin esa educación, el hombre más valeroso, más audaz, no es sino una marioneta manipulada por el régimen. Según las circunstancias este tira de los hilos que regularán su comportamiento. Hilo patriótico, anticomunismo ciego, amenaza fascista, legitimista, unidad del ejército, etc. A través de una propaganda permanente de sentido único, a la que uno está sometido desde la infancia, el régimen, bajo sus múltiples aspectos, ha intoxicado progresivamente a los franceses. Todas las naciones de dirección democrática están en ese punto. Todo espíritu crítico, todo pensamiento personal son destruidos. Basta que se pronuncien las palabras clave para desencadenar el reflejo condicionado previsto y se suprima todo razonamiento.

La espontaneidad deja subsistir el reflejo condicionado. No conduce sino a la revuelta, tan fácil de detener o desviar con algunas concesiones superficiales, algunos huesos que roer o algunos cambios de decorado. Fue así varias ocasiones con los franceses en Argelia, el ejército y los “nacionales”. Ante un peligro vital, es posible alzar un frente defensivo. La resistencia al final de la última guerra y la OAS son ejemplos. El resultado del combate era a vida o muerte; la lucha física contra la fuerza física del adversario visible era total, sin piedad. Supongamos que la revuelta triunfa, en el momento en que se conjura el peligro, el frente explota en múltiples clanes, mientras que la masa de los partidarios, no teniendo ya razones para combatir, regresa a sus tareas familiares, se desmoviliza y confía de nuevo la ciudad salvada a aquellos que la habían perdido.

Francia y Europa deben realizar su revolución nacionalista para sobrevivir. Cambios superficiales no alcanzarían el mal. Nada se hará mientras los gérmenes del régimen no sean extirpados hasta la última raíz. Para eso hay que destruir su organización política, abatir sus ídolos y dogmas, eliminar sus maestros oficiales y ocultos, mostrar al pueblo como se le ha engañado, explotado, mancillado. Finalmente reconstruir. No con construcciones de papel sino sobre una élite joven y revolucionarias, compenetrada con un nuevo concepto del mundo. ¿La acción que debe imponer esa revolución perpetua puede concebirse sin la dirección de una doctrina revolucionaria? Ciertamente no. ¿Cómo enfrentarnos a un enemigo armado con una dialéctica probada, dotada de una larga experiencia, poderosamente organizado, sin ideología, sin método?

Sin doctrina revolucionaria no es posible la revolución

Incluso cuando reviste formas militares, la lucha revolucionaria es ante todo psicológica. ¿Cómo conducirla, como convertir, entusiasmar a los nuevos partidarios sin una definición clara de la nueva ideología, sin doctrina? Una doctrina comprendida, no tan sólo como un conjunto de abstracciones, sino como un timón para el pensamiento y la acción. Mantener la moral ofensiva de los partidarios propios, comunicar las convicciones a los vacilantes, son dos condiciones indispensables para el desarrollo del Nacionalismo. La prueba está en que en la acción o la prisión, cuando la desmoralización amenaza, cuando el adversario parece triunfar, los militantes educados, cuyo pensamiento coherente sostiene la fe, tienen una capacidad de resistencia superior. Una nueva elaboración doctrina es la única respuesta a la división infinita de los activistas. No hay que regresar al valor unificador de la acción. Es evidente. Pero esa unificación no puede ser duradera y útil sin la unidad ideológica en torno a una doctrina justa. El redactor de “France-Observateur”, el funcionario de la SFIO, el comunista tienen en común una misma ideología: el marxismo. Su referencia doctrinal es así pues la misma, su concepto del mundo similar. Las palabras que emplean tienen el mismo significado. Pertenecen a la misma familia. A pesar de sus profundas divisiones en la acción, concurren en imponer la misma ideología. No pasa lo mismo con la oposición nacional. Los activistas no se reconocen antepasados comunes. Unos son fascistantes, otros maurrasianos, algunos se dicen integristas y cada una de las categorías encierra distintas variantes. Su única unidad es negativa; anticomunismo, antigaullismo. No se comprenden entre sí. Las palabras que emplean –revolución, contrarrevolución, nacionalismo, Europa, etc. –tienen sentidos distintos, incluso opuestos.

¿Cómo no se enfrentarían? ¿Cómo afirmarían una misma ideología? La unidad revolucionaria es imposible sin unidad de doctrina. La obra de Marx es inmensa, ilegible y confusa. Hizo falta un Lenin para extraer un cuerpo doctrinal claro y para transformar ese horrible barullo en un arma eficaz para el combate político. El nacionalismo tiene tras de sí su Marx colectivo, tan confuso e inadaptado como el compañero de Engels podía serlo para la Rusia de 1903. En necesario urgentemente crear un Lenin colectivo.

El nacionalismo es heredero de un pensamiento infinitamente rico, pero demasiado diverso, incompleto y entreverado de arcaísmos. Ha llegado el momento de hacer la síntesis y de darle los complementos, los correctivos impuestos por la eclosión de nuevos problemas. Tal estudio documentado en torno a la Alta Finanza, tal sobre las doctrinas del nacionalismo constituye excelentes aproximaciones que responden a esa necesidad.

Las causas que precipitaron, a finales del Siglo XIX, el nacimiento del Nacionalismo en tanto ideología política (y no en el sentido estrecho de la simple toma de conciencia nacional), no han cambiado desde el entonces. El nacionalismo nació de la crítica de la sociedad liberal del Siglo XIX. A continuación se opuso al marxismo, hijo natural del liberalismo.

Llegando después de los contra enciclopedistas, tras los positivistas, tras Taine, Benan, de los que subsiste una para de la enseñanza en el Nacionalismo, Drumont y Barres trazaron los caracteres permanentes de esa ideología, a la que Charles Maurras, José Antonio, Robert Brasillach, Alexis Carrel y tantos otros en Europa dieron la colaboración de su propio genio. Fundado a partir de un concepto heroico de la existencia, el Nacionalismo, que es un retorno a las fuentes de la comunidad popular, pretende crear nuevas relaciones sociales sobre una base comunitaria y construir un orden político en base a la jerarquía del mérito y el valor. Despojado de la estrecha envoltura impuesta por una época, el Nacionalismo se ha convertido en una nueva filosofía política. Europeo en sus conceptos y sus perspectivas, aporta una solución universal a los problemas planteados al hombre por la revolución de la técnica.

Dominique Venner
El texto completo puede leerse en "¿Qué es ser Nacional Revolucionario?",
de Ediciones Nueva República

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