En
Europa, desde la más remota Antigüedad, siempre había dominado la idea
de que cada individuo era inseparable de su comunidad, clan, tribu,
pueblo, polis, imperio, al que se encontraba unido por un vínculo más
sagrado que la propia vida. Esta indiscutida conciencia, de la que la Ilíada nos
ofrece la más antigua y poética expresión, tomaba formas diversas.
Basta pensar en el culto a los ancestros a quienes la polis debía su
existencia, o a la lealtad hacia el príncipe era la expresión visible de
la misma. Una primera fue la introducida por el individualismo del
cristianismo primitivo. La idea de un dios personal permitía emanciparse
de la autoridad hasta entonces indiscutida de los dioses étnicos de la
polis. Sin embargo, impuesta por la Iglesia, se recompuso la convicción
de que ninguna voluntad particular podía ordenar las cosas a su antojo.
Pero
ya se había sembrado el germen de toda una revolución espiritual.
Reapareció de forma imprevista con el individualismo religioso de la
Reforma. En el siglo siguiente se desarrolló la idea racionalista de un
individualismo absoluto vigorosamente desarrollada por Descartes (“pienso, luego existo”).
El filósofo también hacía suya la idea bíblica del hombre dueño y señor
de la naturaleza. Sin duda, en el pensamiento cartesiano, el hombre
estaba sujeto a las leyes de Dios, pero éste había dado un muy mal
ejemplo. Contrariamente a los dioses antiguos, no dependía de ningún
orden natural anterior y superior a él. Era el único y omnipotente
creador de todo, de la vida y de la propia naturaleza, según su
exclusivo designio. Si semejante Dios había sido el creador desprovisto
de todo límite, ¿por qué los hombres no estarían, a su vez, liberados de
todo límite?
Puesta
en marcha por la revolución científica de los siglos XVII y XVIII, esta
idea ya no tuvo a partir de entonces el menor límite. En ella consiste
lo que denominamos la “modernidad”: esa idea según la cual los hombres
son los propios autores de sí mismos y pueden remodelar el mundo a su
antojo. Sólo hay un principio: la voluntad y el capricho de cada cual.
Por consiguiente, la legitimidad de una sociedad ya no depende de su
conformidad con las leyes eternas del etnos. Sólo depende del
momentáneo consentimiento de las voluntades individuales. Dicho de otra
manera, sólo es legítima una sociedad contractual, derivada de un libre
acuerdo entre partes que encuentran en tal pacto su propio beneficio.
Si
el interés personal es el único fundamento del pacto social, no se ve
qué es lo que podría prohibir que cada cual se aproveche de ello lo
mejor que pueda, según sus intereses y sus apetencias, llenándose el
bolsillo si su cargo le ofrece tal oportunidad. Tanto más cuanto que el
discurso de la sociedad mercantil, por intermedio de la publicidad,
establece para todos la obligación de disfrutar, o más exactamente de
existir exclusivamente para disfrutar.
Pese
a esta lógica individualista y materialista, el lazo comunitario del
nacimiento y de la patria se había mantenido durante mucho tiempo, con
las obligaciones que de ello se derivan. Este vínculo se ha ido
destruyendo poco a poco en toda Europa en las décadas posteriores a la
Segunda Guerra Mundial, mientras triunfaba la sociedad de consumo
procedente de Estados Unidos. Nuestras naciones han dejado de ser poco a
poco una nación (basada en la natio, en el nacimiento común)
para convertirse en una suma de individuos reunidos para pasarlo bien o
satisfacer lo que por su interés entienden. A la antigua obligación de
“servir” la ha sustituido la tentación general de “servirse”. Tal es la
lógica consecuencia del principio que funda la sociedad en los
exclusivos derechos humanos, es decir, en el interés de cada cual.
Dominique Venner
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