"Tradición: para una estirpe dotada de la voluntad de volver a situar el
énfasis en el ámbito de la sangre, es palabra fiera y bella. Que la
persona singular no viva simplemente en el espacio. Que sea, por el
contrario, parte de una comunidad por la cual debe vivir y, dada la
ocasión, sacrificarse; esta es una convicción que cada hombre con
sentimiento de responsabilidad posee, y que propugna a su manera
particular con sus medios particulares. La persona singular no se halla,
sin embargo, ligada a una superior comunidad únicamente en el espacio,
sino, de una forma más significativa aunque invisible, también en el
tiempo. La sangre de los padres late fundida con la suya, él vive dentro
de reinos y vínculos que ellos han creado, custodiado y defendido.
Crear, custodiar y defender: esta es la obra que él recoge de las manos
de aquellos en las propias, y que debe transmitir con dignidad. El
hombre del presente representa el ardiente punto de apoyo interpuesto
entre el hombre pasado y el hombre futuro. La vida relampaguea como el
destello encendido que corre a lo largo de la mecha que ata, unidas, a
las generaciones… las quemas, ciertamente, pero las mantiene atadas
entre sí, del principio al fin. Pronto, también el hombre presente será
igualmente un hombre pasado, pero para conferirle calma y seguridad
permanecerá el pensamiento de que sus acciones y gestos no desaparecerán
con él, sino que constituirán el terreno sobre el cual los venideros,
los herederos, se refugiarán con sus armas y con sus instrumentos.
Esto transforma una acción en un gesto
histórico que nunca puede ser absoluto ni completo como fin en sí mismo,
y que, por el contrario, se encuentra siempre articulado en medio de un
complejo dotado de sentido y orientación por los actos de los
predecesores y apuntando al enigmático reino de aquellos de allá que aún
están por venir. Oscuros son los dos lados,
y se encuentran más acá y más allá de la acción; sus raíces desaparecen
en la penumbra del pasado, sus frutos caen en la tierra de los
herederos… la cual no podrá nunca vislumbrar quien actúa, y que es
todavía nutrida y determinada por estas dos vertientes en las cuales
justamente se fundan su esplendor sin tiempo y su suprema fortuna. Es
esto lo que distingue al héroe y al guerrero respecto al lansquenete y
aventurero: y es el hecho de que el héroe extrae la propia fuerza de
reservas más altas que aquéllas que son meramente personales, y que la
llama ardiente de su acción no corresponde al relámpago ebrio de un
instante, sino al fuego centelleante que funde el futuro con el pasado.
En la grandeza del aventurero hay algo de carnal, una irrupción salvaje,
y en verdad no privada de belleza, en paisajes variopintos… pero en el
héroe se cumple aquello que es fatalmente necesario, fatalmente
condicionado: él es el hombre auténticamente moral, y su significado no
reposa en él mismo únicamente, ni sólo en su día de hoy, sino que es
para todos y para todo tiempo.
Cualquiera que sea el campo de batalla o
la posición perdida sobre la que se halle, allí donde se conserva un
pasado y se debe combatir por un futuro, no hay acción que esté perdida.
La persona singular, ciertamente, puede andar perdida, pero su destino,
su fortuna y su realización valen en verdad como el ocaso que favorece
un objetivo más elevado y más vasto. El hombre privado de vínculos
muere, y su obra muere con él, porque la proporción de esa obra era
medida sólo respecto a él mismo. El héroe conoce su ocaso, pero su ocaso
semeja a aquel rojo sangre del sol que promete una mañana más nueva y
más bella. Así debemos recordar también la Gran Guerra: como un
crepúsculo ardiente cuyos colores ya determinan un alba suntuosa. Así
debemos pensar en nuestros amigos caídos y ver en su ocaso la señal de
la realización, el asentimiento más duro dirigido a la propia vida. Y
debemos arrojar lejos, con un inmundo desprecio, el juicio de los
tenderos, de aquellos que sostienen cómo “todo esto ha sido
absolutamente inútil”, si queremos encontrar nuestra fortuna viviendo en
el espacio del destino y fluyendo en la corriente misteriosa de la
sangre, si queremos actuar en un paisaje dotado de sentido y de
significado, y no vegetar en el tiempo y en el espacio donde, naciendo,
hayamos llegado por casualidad.
No: ¡nuestro nacimiento no debe ser una
casualidad para nosotros! Ese nacimiento es el acto que nos radica en
nuestro reino terrestre, el cual, con millares de vínculos simbólicos,
determina nuestro puesto en el mundo. Con él nos convertimos en miembros
de una nación, en medio de una comunidad estrecha de ligámenes nativos.
Y de aquí que vayamos después al encuentro de la vida, partiendo de un
punto sólido, pero prosiguiendo un movimiento que ha tenido inicio mucho
antes que nosotros y que mucho después de nosotros hallará su fin.
Nosotros recorremos sólo un fragmento de esta avenida gigantesca; sobre
este tramo, sin embargo, no debemos transportar sólo una herencia
entera, sino estar a la altura de todas las exigencias del tiempo.
Y ahora, ciertas mentes abyectas,
devastadas por la inmundicia de nuestras ciudades, surgen para decir que
nuestro nacimiento es un juego del azar, y que “habríamos podido nacer,
perfectamente, franceses lo mismo que alemanes”. Cierto, este argumento
vale precisamente para quienes lo piensan así. Ellos son hombres de la
casualidad y del azar. Les es extraña la fortuna que reside en el
sentirse nacido por necesidad en el interior de un gran destino, y de
advertir las tensiones y luchas de un tal destino como propias, y con
ellas crecer o incluso perecer. Esas mentalidades siempre surgen cuando
la suerte adversa pesa sobre una comunidad sancionada por los vínculos
del crecimiento, y esto es típico de ellas. (Se reclama aquí la atención
sobre la reciente y bastante apropiada inclinación del intelecto a
insinuarse parasitariamente y nocivamente en la comunidad de sangre, y a
falsear en ella la esencia según el raciocinio… es decir, a través del
concepto, a primera vista correcto, de “comunidad de destino”. De la
comunidad de destino, sin embargo, formaría parte también el negro que,
sorprendido en Alemania al inicio de la guerra, fue envuelto en nuestro
camino de sufrimiento, en las tarjetas del pan racionado. Una “comunidad
de destino”, en este sentido, se halla constituida por pasajeros de un
barco de vapor que se hunde, muy diversamente de la comunidad de sangre:
formada ésta por hombres de una nave de guerra que desciende hasta el
fondo con la bandera ondeando).
El hombre nacional atribuye valor al
hecho de haber nacido entre confines bien definidos: en esto él ve,
antes que nada, una razón de orgullo. Cuando acaece que él traspase
aquellos confines, no sucede nunca que él fluya sin forma más allá de
ellos, sino en modo tal de alargar con ello la extensión en el futuro y
en el pasado. Su fuerza reside en el hecho de poseer una dirección, y
por tanto una seguridad instintiva, una orientación de fondo que le es
conferida en dote conjuntamente con la sangre, y que no precisa de las
linternas mudables y vacilantes de conceptos complicados. Así la vida
crece en una más grande unidad, y así deviene ella misma unidad, pues
cada uno de sus instantes reingresa en una conexión dotada de sentido.
Netamente definido por sus confines, por
ríos sagrados, por fértiles pendientes, por vastos mares: tal es el
mundo en el cual la vida de una estirpe nacional se imprime en el
espacio. Fundada en una tradición y orientada hacia un futuro lejano:
así se imprime ella en el tiempo. ¡Ay de aquél que cercena las propias
raíces!… éste se convertirá en un hombre inútil y un parásito. Negar el
pasado significa también renegar del futuro y desaparecer entre las
oleadas fugitivas del presente.
Para el hombre nacional, en cambio,
subsiste un peligro por otro lado grande: aquél de olvidarse del futuro.
Poseer una tradición comporta el deber de vivir la tradición. La nación
no es una casa en la cual cada generación, como si fuese un nuevo
estrato de corales, deba añadir tan sólo un plano más, o donde, en medio
de un espacio predispuesto de una vez por todas, no sirva otra cosa que
continuar existiendo mal o bien. Un castillo, un palacio burgués, se
dirán construidos de una vez y para siempre. Pronto, sin embargo, una
nueva generación, empujada por nuevas necesidades, ve la obligación de
aportar importantes cambios. O por otro lado la construcción puede
acabar ardiendo en un incendio, o terminar destruida, y entonces un
edificio renovado y transformado viene a ser construido sobre los
antiguos cimientos. Cambia la fachada, cada piedra es sustituida, y
todavía, ligada a la estirpe como se encuentra, perdura un sentido del
todo particular: la misma realidad que fue en un principio. ¿Tal vez
puede decirse que incluso tan sólo durante el Renacimiento o en la edad
barroca ha existido una construcción perfecta? ¿Acaso es que entonces se
detiene un lenguaje de formas válido para todos los tiempos? No, pero
aquello que ha existido entonces, permanece de algún modo oculto en lo
que existe hoy. Y hoy en día, ello es quizás audazmente articulado como
expresión de un sentir en las valoraciones de las supremas energías
productivas, aun cuando a pesar de todo tal expresión es pensable
únicamente sobre el terreno estratificado de la tradición. En cada
línea, en cada unidad de medida, vibra secretamente eso que ha sido, y
todavía esto es el presente y determina el rostro del conjunto, tanto
como para elevarnos y arrastrarnos en el sentimiento que así se expresa:
he ahí aquello que somos, ¡he ahí aquello que somos nosotros mismos! Y
así debe ser. Así también, la sangre de la persona singular está
mezclada por millares de corrientes de sangre misteriosa, a pesar de que
esa persona singular no es por esto la suma de sus predecesores, no es
sólo el portador de su voluntad y de la calidad de aquellos, sino que,
según una neta y bien definida peculiaridad, él es también él mismo. E
igualmente, este es el caso para quien contempla la forma que abrazan la
nación y el Estado. Ayer teníamos un imperio, hoy tenemos una
república… mañana tendremos acaso de nuevo un imperio, y pasado mañana
una dictadura. Cada una de estas figuras guarda, como invisible heredad,
más o menos oculta en la profundidad de su lenguaje de formas, el
contenido de aquello que es pasado; cada una de ellas tiene en cambio el
deber de ser en todo y por todo ella misma, porque sólo así será
alcanzada la plena valoración de la fuerza.
Esto vale también en estos momentos, para
cada uno de nosotros. Ser herederos no significa ser epígonos. Y vivir
en una tradición no quiere decir limitarse a aquella tradición. Heredar
una casa comporta el deber de administrarla, y no ciertamente el de
hacer de ella un museo. Se conservará así el consejo de los ancestros:
“El reino deberá permanecer para nosotros”,
dijo Lutero depositando la piedra para edificar una iglesia; él sabía
bien que un reino y un edificio, una fuerza y su expresión temporal, no
son la misma cosa. “En verdad, el reino deberá permanecer para
nosotros”, y esto vale también para cuanto nos ocupa, y una semejante
voluntad de lo esencial se refiere también a nuestra real tradición: con
la cual podemos contar bajo el techo de una república con la misma
seguridad con la que puede acomodarse bajo un imperio. Aquello que de
verdad importa es que la gran corriente de sangre se sirva de cada medio
y de cada dispositivo ofrecido por el tiempo. Si un enfrentamiento se
consuma con los medios de una república o con aquellos del directorio,
en cada caso uno sólo y el mismo será el resultado, siempre que se
alcance un tal resultado. En la época del arma blanca se debía vencer
con la espada… en el tiempo de las máquinas, con las ametralladoras, los
tanques, los enjambres de bombas y los asaltos con gas. En una época
patriarcal, un ejército debía tener fe en la lucha por el propio
soberano y señor… en el tiempo de las masas puede uno ilusionarse con
afrontar la muerte en nombre de cualquier progreso de naturaleza civil o
económica. Las propias ideas, la propia fe y moralidad aparecerán
cambiantes según la iluminación de los reflejos de las épocas.
Precisamente así: cambiantes deberán ser, y esto no dependerá, por
cierto, de las propias visiones particulares, de las preguntas
singulares o de objetivos contingentes… dependerá del hecho de que toda
la fuerza de aquellas ideas, fe y moralidad, deberá ser realizada en el
ámbito del Reich.
También a nosotros nos ha sido impuesto
el deber de apuntar hacia tal realización. También nosotros debemos
buscar el poner al servicio del Reich las experiencias espantosas
legadas al estado moderno, desembarazarnos del abrazo del intelecto que
piensa según cálculos y sobreponerle, hasta el grado extremo de
oscilación, hasta el último fragmento de hierro, las leyes de la sangre.
Sólo entonces viviremos la tradición. Estamos aún bien lejos de ello. Y
es justamente la ostentación de formas externas de la tradición, propia
de la actual juventud, lo que constituye la señal de una falta de
fuerza interior. No vivamos en un museo, sino en un mundo activo y
hostil. No es tradición reavivada aquélla que el viejo soltero ostenta
pintada sobre la propia cajetilla de cigarros, o aquélla exhibida en el
adorno blanco y negro estampado sobre cada cenicero y sobre los
tirantes. Esta no es sino propaganda en el sentido deteriorado, como,
igualmente, formas de propaganda de pésimo gusto son en gran medida
nuestros desfiles, las celebraciones conmemorativas y las jornadas de
honorificación: empalagoso kitsch, bueno sólo para conquistar a algún simpatizante.
Preparáos para una nueva batalla de Rosbach,
que será realizada según las formas más auténticas de nuestro tiempo… y
entonces lo antiguo, desde allá arriba, se sentirá por ello de nuevo y
sumamente alegre. No escribáis una nueva novela de Federico [el Grande],
sino la novela nacional de nuestro tiempo, para la cual la materia la
tenéis desplegada ante los ojos, multiforme como la vida misma. No
viváis como soñadores en un tiempo perdido, sino buscad crear para la
República una fuerza de choque y una potencia orientada según la
corriente de la sangre; o si no, si esta República no admite
endurecerse, rompedla. No os cozáis a fuego lento en el recuerdo del
bastón de mando de Federico Guillermo I,
que en verdad fue esencial a su debido tiempo, pero daos cuenta que del
tiempo dependen los métodos sociales y que hoy todo se rige sobre la
posibilidad de hallar una causa capaz de envolver también al trabajador
en el frente nacional, como ya ha sucedido en otros países.
Sed en todo y para todo aquello que sois;
entonces vuestro futuro y vuestro pasado vivirán en el fulcro, en el
punto de apoyo ardiente del presente y en la más auténtica alegría de la
acción. Tendréis entonces la verdadera tradición viviente y no sólo su
centelleante reflejo, el cual podría proyectarse en cualquier sala de
cine ciudadana".
Ernst Jünger
Publicado originalmente en la revista Die Standarte
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