Cuando me ganaba la vida como reportero dicharachero en lugares que no
eran precisamente Barrio Sésamo, había dolores que no se quitaban con
aspirinas. La solución, en tales casos, era abrir un libro, irme con él
al rincón más tranquilo posible, y con la luz de la que dispusiera en
ese momento -a veces una vela o una linterna-, sumergirme en sus páginas
hasta que el mundo se ajustase de nuevo y todo se tornara soportable.
Conservo ese hábito, y entre los analgésicos a los que con más
frecuencia recurro se cuentan Montaigne y Cervantes: los Ensayos y El Quijote. Este
último, sobre todo. Desde hace nueve años, la edición que manejo es la
del profesor Francisco Rico, cuyas páginas, incluidas las de cortesía,
tengo llenas de subrayados y anotaciones a lápiz, y en las que unas
veces busco pasajes concretos y otras me engolfo al azar, abriéndola por
cualquier sitio, seguro de que a las pocas líneas estaré de nuevo
atrapado por la magia deliciosa del texto, y que todos los dolores
reales o metafóricos se atenuarán, como de costumbre.
No les sorprenderá, supongo, que en los últimos tiempos, casi a
diario, después de ver en el telediario o los periódicos el relato en
tiempo real de esta España desvergonzada y patética, en manos de la
misma gentuza infame que sin distinción de tiempos y nombres medra
atornillada a nuestra historia desde hace siglos, sienta a menudo la
necesidad urgente de zambullirme en las páginas cervantinas, a fin de
que, como decía antes, el dolor y la amargura se diluyan hasta hacerse
tolerables. Hasta reconciliarme, en lo posible, con este lugar
desgraciado en el que a mí, como a ustedes, por nacimiento nos arrojó el
azar. Y no falla. Cada vez, entre el cañamazo de la genial parodia
cervantina, por los vericuetos serenos y originalísimos de su prosa,
aquel hombre lúcido y bueno, que fue soldado y conoció la guerra, el
cautiverio, la decepción, la soledad y el fracaso sin que nada quebrara
su bondad y su gallardo espíritu, me alivia el dolor con su mirada
agridulce, su serena sonrisa melancólica, su humor suave, resignado e
inteligente. Con la entrañable imagen del hidalgo, no loco, sino soñador
y cuerdo -«Yo sé quién soy»-, que encarna el valor sin
recompensa, perito en derrotas, blanco de las bromas pesadas de ese
maléfico encantador llamado destino o mala suerte.
Nunca fue tan olvidado Cervantes, y nunca hizo tanta falta. Porque
asómbrense: de los catorce países de habla hispana que puedo comprobar,
sólo en seis -Uruguay, Venezuela, Costa Rica, El Salvador, Perú y Puerto
Rico- la lectura de El Quijote es obligatoria en el colegio.
En México, que presume de punta de lanza del español en América, dejó de
serlo en 2006; y en Argentina, para vergüenza de las sombras de Borges,
Bioy y Roberto Arlt, ni siquiera existe la materia Literatura Española.
En cuanto a esta España de aquí, la palabra no es ya vergüenza, sino prevaricación que roza lo criminal: la lectura de El Quijote no
sólo no es obligatoria -obligar traumatiza, ya saben-, sino que ni
siquiera figura entre las recomendadas por el ministerio de Educación en
secundaria o en bachillerato.
Y sin embargo, insisto, pocas veces fue tan necesario Cervantes como
refugio y consuelo; como analgésico que no elimina la causa del dolor
pero ayuda a soportarlo; como prueba de que, hasta en la peor hora,
cuando toda certidumbre se desmorona y el fracaso golpea, hay maneras de
soportarlo casi todo. De afrontar el embate con sonrisa serena; con
lucidez, dignidad y esperanza. Puestos a recetar aspirinas, permítanme
mencionar un ensayo escrito hace veintitrés años por el filósofo Julián
Marías, padre del escritor Javier Marías. Se titula Cervantes, clave española; y en la conferencia que le dio origen, don Julián cita un fragmento de su propio prólogo al Persiles:
Y se despide del lector, de la vida, con estas aladas,
entrañables palabras que no pueden leerse sin sentir que aprisionan en
sólo dos líneas el quién que fue Cervantes: «¡Adiós gracias, adiós
donaires, adiós regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando
veros presto contentos en la otra vida!»… Un hombre que va a morir, que
sabe que va a morir muy pronto y se despide de la gracia, del donaire,
del regocijo, de la amistad, de la palabra, de la conversación. ¿No es
esto España, que viaja con ilusión, con prisa de la otra vida; cuya
última palabra, después de tantos años de infortunio, heridas, cárceles,
cautiverio, pobreza y desdén, después de tanto amor, tanta belleza,
tanta ilusión fresca y marchita nunca, es «contentos»? ¿No es esto
España?
Arturo Pérez-Reverte
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