La tendencia actual del arte de masas, al
declarar que no existen diferencias entre la alta cultura y la popular
lleva a neutralizar toda obra de arte y literatura a causa de la
normativa de los medios de comunicación y por la propensión a la
conformidad con respecto a los gustos aleatorios de las masas. No hay
duda de que vivimos una estetización muy amplia del mundo social; las
fronteras entre el arte y la realidad se desvanecen. Ambas esferas se
acercan al denominado por Jean Baudrillard como 'simulacro universal'.
La industria de la propaganda, las relaciones públicas y los 'mass media' han contribuido decisivamente a ello. Pero se trata de una estetización que no merece ese nombre: es una aplanación hacia abajo, hacia la fealdad generalizada, hacia la estrechez intelectual y ética de una cultura prefabricada para moldear y uniformar consciencias. La pérdida de la diferencia entre arte auténtico y cursilería comercial y la homogeneización coercitiva, entre arte, política y vida cotidiana no sólo aniquilan la transcendencia de lo bello y el legado del humanismo y socavan la base de la creatividad artística e intelectual, sino que convierten a la esfera de la praxis política en un juego inofensivo, donde todo permanece como está. Este fenómeno de estetización general es una escenificación de la uniformidad propia del mundo comercial y termina transformándose en una 'anestética': una anestesia. La euforia obligatoria y vacía de la propaganda, el predominio de un diseño frío y universal producen el mismo efecto de un narcótico: la embriaguez concluye en aturdimiento.
La concepción de que cualquier objeto puede ser arte y que todo, por ende, puede ser estetizado, constituye la base de la propaganda y de la industria de la publicidad. Esta última transforma cualquier cosa que debe ser vendida en un objeto de apariencia atractiva según los cánones del relativismo imperante; los especialistas de publicidad sostienen con razón que pueden vender cualquier cosa, como los artistas contemporáneos afirman que pueden convertir cualquier cosa en arte. La estetización de todo transforma todo efectivamente en algo superficial, como el empaquetado de los objetos a vender. Este desarrollo fue favorecido por la transformación del arte en una variante del diseño industrial: exterior apetitoso, contenido nulo.
La industria de la cultura, tan apreciada ahora por 'democratizar' el consumo de bienes culturales, no tiene por objetivos ni mejorar la vida, ni propagar otro paradigma de mejor sociedad, ni fomentar un 'nuevo arte', ni promover una moral diferente, sino forzar consentimiento y sometimiento a las modas del día. La industria de la cultura crea necesidades secundarias, mediante sistemas de publicidad muy refinados que usan el subconsciente y la psicología profunda. El resultado es la destrucción de la consciencia crítica, la represión de la genuina individualidad, la deshumanización de los procesos de consumo, la eliminación de la capacidad de elección y, sobre todo, -como apuntara Herbert Marcuse- el debilitamiento de la responsabilidad personal, de la conciencia moral, de la culpa y de la conciencia de culpabilidad.
La preservación de principios aristocráticos, es decir, razonables, en la esfera estética obliga a impugnar el nuevo dogma artístico-relativista: todo es arte y todos somos artistas. Esta posición, inmensamente generalizada hoy en día y legitimada por las corrientes postmodernistas, postula que no hay diferencias substanciales entre la salud y la enfermedad, entre la lucidez y la locura, entre la elegancia y la cursilería, entre lo santo y lo profano, entre lo festivo y lo cotidiano, entre lo bello y lo feo, y, obviamente, entre lo artístico y lo prosaico. Estas deliberadas simplificaciones, que caracterizan sobre todo las artes plásticas contemporáneas, conllevan una traición a la función transcendente de la belleza, el talento y la fantasía inmersas en las genuinas obras de arte y literatura.
Bajo la excusa del experimento y amparándose en una presunta búsqueda de nuevos medios de expresión, las artes contemporáneas documentan la terrible orfandad de ideas, de cultura artística, de destreza artesanal del quehacer plástico de nuestros días. La pretendida espontaneidad de los artistas contemporáneos es, en el fondo, -como señala Vargas Llosa-, «el criterio impuesto por un mercado intervenido y manipulado por mafias de galeristas y marchands y que de ninguna manera revela gustos y sensibilidades artísticas, sólo operaciones publicitarias, de relaciones públicas y en muchos casos simples atracos».
Pese a su apariencia revolucionaria y desenfadada, espontánea y turbulenta, el igualitarismo cultural significa, en el fondo, una ratificación de la masiva fealdad de la civilización industrial en su etapa actual, una justificación de lo momentáneo, una condena de las tendencias estéticas disidentes y una apología de los gustos convencionales y banales difundidos por los mass media. La lucha contra lo bello -que parece ser el contenido del arte een la época actual- representa, en términos de Marcuse, un movimiento represivo y reaccionario, que tiene profundas raíces en la historia del ascetismo pequeño burgués y anti-intelectual.
En el mundo moderno de hoy la fealdad irremisible de sus aglomeraciones urbanas, la suciedad y la inseguridad prevalecientes en ellas, el pésimo gusto de los grandes proyectos públicos y el derrumbe de las formas civilizadas de trato social -la brutalidad convertida en norma bajo la consigna de la informalidad y la espontaneidad- tienen que ver con las normas estéticas que, consciente o inconscientemente, sostienen y transmiten las élites políticas y económicas de la sociedad respectiva. Estos grupos, que en el presente han asumido la responsabilidad gubernamental y educativa de sus países, provienen, por lo general, de un origen provinciano relativamente modesto y no han gozado de una educación excelente digna de ese nombre. Abrazan con verdadero fervor una estética y un modo de vida constituidos por los gustos de los estratos medios e inferiores de sus respectivas sociedades, por el consumismo plutocrático y el culto de la vulgaridad.
La cultura contemporánea de masas no puede dejar de participar en numerosos fenómenos negativos asociados inextricablemente al mundo actual, como son la anomia colectiva, la pérdida de los lazos primarios, la descomposición de las identidades personales, la atomización de los individuos, la corrupción en el ámbito político y empresarial, el aumento de la delincuencia, el incremento de la desigualdad social y la creciente inseguridad del espacio público.
Las masas tenían antes vergüenza de su vulgaridad; ahora proclaman orgullosamente su "derecho a la vulgaridad" y tratan de imponerlo exitosamente dondequiera. Las masas disfrutan de un notable bienestar material, pero desprecian los esfuerzos científicos y teóricos que son la precondición del avance técnico. El narcisismo de estas masas educadas sólo técnicamente -pero con un exitoso barniz modernizador- está contrapuesto a la austeridad, autoexigencia y autodisciplina del orteguiano hombre selecto.
En definitiva, la gente -como observó Octavio Paz- vive más años pero sus vidas son más vacías, sus pasiones más débiles y sus vicios más fuertes. La marca del conformismo es la sonrisa impersonal que sella todos los rostros.
La industria de la propaganda, las relaciones públicas y los 'mass media' han contribuido decisivamente a ello. Pero se trata de una estetización que no merece ese nombre: es una aplanación hacia abajo, hacia la fealdad generalizada, hacia la estrechez intelectual y ética de una cultura prefabricada para moldear y uniformar consciencias. La pérdida de la diferencia entre arte auténtico y cursilería comercial y la homogeneización coercitiva, entre arte, política y vida cotidiana no sólo aniquilan la transcendencia de lo bello y el legado del humanismo y socavan la base de la creatividad artística e intelectual, sino que convierten a la esfera de la praxis política en un juego inofensivo, donde todo permanece como está. Este fenómeno de estetización general es una escenificación de la uniformidad propia del mundo comercial y termina transformándose en una 'anestética': una anestesia. La euforia obligatoria y vacía de la propaganda, el predominio de un diseño frío y universal producen el mismo efecto de un narcótico: la embriaguez concluye en aturdimiento.
La concepción de que cualquier objeto puede ser arte y que todo, por ende, puede ser estetizado, constituye la base de la propaganda y de la industria de la publicidad. Esta última transforma cualquier cosa que debe ser vendida en un objeto de apariencia atractiva según los cánones del relativismo imperante; los especialistas de publicidad sostienen con razón que pueden vender cualquier cosa, como los artistas contemporáneos afirman que pueden convertir cualquier cosa en arte. La estetización de todo transforma todo efectivamente en algo superficial, como el empaquetado de los objetos a vender. Este desarrollo fue favorecido por la transformación del arte en una variante del diseño industrial: exterior apetitoso, contenido nulo.
La industria de la cultura, tan apreciada ahora por 'democratizar' el consumo de bienes culturales, no tiene por objetivos ni mejorar la vida, ni propagar otro paradigma de mejor sociedad, ni fomentar un 'nuevo arte', ni promover una moral diferente, sino forzar consentimiento y sometimiento a las modas del día. La industria de la cultura crea necesidades secundarias, mediante sistemas de publicidad muy refinados que usan el subconsciente y la psicología profunda. El resultado es la destrucción de la consciencia crítica, la represión de la genuina individualidad, la deshumanización de los procesos de consumo, la eliminación de la capacidad de elección y, sobre todo, -como apuntara Herbert Marcuse- el debilitamiento de la responsabilidad personal, de la conciencia moral, de la culpa y de la conciencia de culpabilidad.
La preservación de principios aristocráticos, es decir, razonables, en la esfera estética obliga a impugnar el nuevo dogma artístico-relativista: todo es arte y todos somos artistas. Esta posición, inmensamente generalizada hoy en día y legitimada por las corrientes postmodernistas, postula que no hay diferencias substanciales entre la salud y la enfermedad, entre la lucidez y la locura, entre la elegancia y la cursilería, entre lo santo y lo profano, entre lo festivo y lo cotidiano, entre lo bello y lo feo, y, obviamente, entre lo artístico y lo prosaico. Estas deliberadas simplificaciones, que caracterizan sobre todo las artes plásticas contemporáneas, conllevan una traición a la función transcendente de la belleza, el talento y la fantasía inmersas en las genuinas obras de arte y literatura.
Bajo la excusa del experimento y amparándose en una presunta búsqueda de nuevos medios de expresión, las artes contemporáneas documentan la terrible orfandad de ideas, de cultura artística, de destreza artesanal del quehacer plástico de nuestros días. La pretendida espontaneidad de los artistas contemporáneos es, en el fondo, -como señala Vargas Llosa-, «el criterio impuesto por un mercado intervenido y manipulado por mafias de galeristas y marchands y que de ninguna manera revela gustos y sensibilidades artísticas, sólo operaciones publicitarias, de relaciones públicas y en muchos casos simples atracos».
Pese a su apariencia revolucionaria y desenfadada, espontánea y turbulenta, el igualitarismo cultural significa, en el fondo, una ratificación de la masiva fealdad de la civilización industrial en su etapa actual, una justificación de lo momentáneo, una condena de las tendencias estéticas disidentes y una apología de los gustos convencionales y banales difundidos por los mass media. La lucha contra lo bello -que parece ser el contenido del arte een la época actual- representa, en términos de Marcuse, un movimiento represivo y reaccionario, que tiene profundas raíces en la historia del ascetismo pequeño burgués y anti-intelectual.
En el mundo moderno de hoy la fealdad irremisible de sus aglomeraciones urbanas, la suciedad y la inseguridad prevalecientes en ellas, el pésimo gusto de los grandes proyectos públicos y el derrumbe de las formas civilizadas de trato social -la brutalidad convertida en norma bajo la consigna de la informalidad y la espontaneidad- tienen que ver con las normas estéticas que, consciente o inconscientemente, sostienen y transmiten las élites políticas y económicas de la sociedad respectiva. Estos grupos, que en el presente han asumido la responsabilidad gubernamental y educativa de sus países, provienen, por lo general, de un origen provinciano relativamente modesto y no han gozado de una educación excelente digna de ese nombre. Abrazan con verdadero fervor una estética y un modo de vida constituidos por los gustos de los estratos medios e inferiores de sus respectivas sociedades, por el consumismo plutocrático y el culto de la vulgaridad.
La cultura contemporánea de masas no puede dejar de participar en numerosos fenómenos negativos asociados inextricablemente al mundo actual, como son la anomia colectiva, la pérdida de los lazos primarios, la descomposición de las identidades personales, la atomización de los individuos, la corrupción en el ámbito político y empresarial, el aumento de la delincuencia, el incremento de la desigualdad social y la creciente inseguridad del espacio público.
Las masas tenían antes vergüenza de su vulgaridad; ahora proclaman orgullosamente su "derecho a la vulgaridad" y tratan de imponerlo exitosamente dondequiera. Las masas disfrutan de un notable bienestar material, pero desprecian los esfuerzos científicos y teóricos que son la precondición del avance técnico. El narcisismo de estas masas educadas sólo técnicamente -pero con un exitoso barniz modernizador- está contrapuesto a la austeridad, autoexigencia y autodisciplina del orteguiano hombre selecto.
En definitiva, la gente -como observó Octavio Paz- vive más años pero sus vidas son más vacías, sus pasiones más débiles y sus vicios más fuertes. La marca del conformismo es la sonrisa impersonal que sella todos los rostros.
Luis Sánchez de Movellán de la Riva
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