La humanidad es mediocre. La mayoría de las mujeres
no son ni superiores ni inferiores al hombre. Son iguales. Ambos merecen
el mismo desprecio.
La humanidad entera no es sino fermento de culturas, fuente de genios y
héroes de ambos sexos. Pero en la humanidad, como en la naturaleza, hay
momentos más propicios para un florecimiento así. En los veranos de la
humanidad, cuando la tierra es caldeada por el sol, los genios y los
héroes abundan.
Estamos en el comienzo de una primavera. Falta efusión solar, es decir, una gran cantidad de sangre proyectada.
Las mujeres no son más responsables que los hombres por el enlodazamiento que padece lo joven, rico en savia y sangre.
Es absurdo dividir a la humanidad en hombres y mujeres, pues la
humanidad está compuesta de feminidad y masculinidad. Cada súper
hombre, cada héroe, independientemente de su grandeza, genio o poder, es
la prodigiosa expresión de una raza y una época en la medida en que
está compuesto a la vez de elementos masculinos y femeninos, de
feminidad y masculinidad, o sea, es un ser completo. Un individuo
exclusivamente viril no es otra cosa que una bestia; un individuo
exclusivamente femenino no es otra cosa que una hembra. Y al igual que
con los individuos, sucede con cualquier colectivo y momento de la
humanidad. Los períodos fecundos, cuando la mayor parte de los héroes y
genios surgen de la tierra en toda su ebullición, son ricos en
masculinidad y feminidad.
Los períodos bélicos con héroes infatuados por el hálito marcial fueron
exclusivamente períodos viriles; aquéllos que negaban el instinto
heroico y, retornando al pasado, se aniquilaban a sí mismos en sueños de
paz, fueron períodos en los que la feminidad era dominante.
Vivimos el final de uno estos períodos. Lo que verdaderamente les falta a
los hombres y mujeres de hoy es virilidad. De ahí que el Futurismo, con
todas sus exageraciones, esté acertado. Para restaurar algo de
virilidad en nuestras razas atrofiadas por lo femenino, tenemos que
entrenarlas en masculinidad incluso hasta el punto de un salvajismo
animal. Tenemos que imponer sobre cada cual, hombre y mujer igualmente
débiles, un nuevo dogma de energía para llegar a un período superior de
la humanidad.
Cada mujer debe poseer no sólo cualidades femeninas sino también
viriles, sin las cuales es simplemente una hembra. El hombre que esgrime
únicamente la potestad del macho sin intuición alguna, es una bestia
bruta. Sin embargo, en el período de feminidad en que estamos viviendo,
sólo la exageración opuesta a la feminidad es saludable: tenemos que
tomar a la bestia bruta como modelo.
¡Cómo deben ser temidas por los soldados las innumerables mujeres cuyos
“brazos descansan en sus senos con ramos de flores la mañana de la
partida”! ¡Demasiadas mujeres perpetuando como enfermeras el dolor y la
vejez, domesticando a los hombres para su placer personal o sus
necesidades materiales! ¡Demasiadas mujeres que crean hijos sólo para
ellas mismas, evitándoles el peligro o la aventura, es decir, la
alegría; evitando a la hija el amor y al hijo la guerra! ¡Demasiadas
mujeres, pulpos del hogar, cuyos tentáculos sorben la sangre de los
hombres y crían niños anémicos, mujeres de amor carnal que agotan
cualquier deseo para que no pueda ser renovado!
Las mujeres son Furias, Amazonas, Semiramis, Juanas de Arco, Juanas
Hachettes, Judiths y Charlottes Cordays, Cleopatras y Mesalinas: mujeres
combativas que luchan más ferozmente que los machos, amantes excitadas,
destructoras que abaten lo más débil y ayudan a seleccionar a través
del orgullo o la desesperanza, “desesperanza con la que el corazón gana
su retorno completo”. Que la próxima guerra nos traiga heroínas como
Catalina Sforza, la cual, durante el saqueo de su ciudad, viendo desde
las almenas a sus enemigos amenazar la vida de su hijo para forzar así
su rendición, señalando heroicamente sus genitales, gritó: “¡Matadlo!
¡Aún tengo el molde para hacer uno más!”.
Sí, “la sabiduría pudre el mundo”, porque por instinto la mujer no es
sabia, no es pacifista, no es buena. Puesto que carece totalmente de
medida, está imposibilitada de ser realmente sabia, realmente pacifista,
realmente buena durante los períodos durmientes de la humanidad. Su
intuición, su imaginación son a la vez su fuerza y su debilidad.
La mujer es la individualidad entre la muchedumbre: hace cuadrarse a los héroes y, si no hay ninguno, a los imbéciles.
Según el apóstol, inspirador espiritual, la mujer, inspiradora carnal,
se inmola o cría, hace correr la sangre o la contiene, es una amazona o
una enfermera. Es la misma mujer que, en semejante período, según las
ideas colectivas emergidas de los sucesos cotidianos, da los pasos para
evitar que los soldados vayan a la guerra o bien corre para abrazar al
campeón victorioso.
Por eso la revolución no puede hacerse nunca sin ella. Por eso, en lugar
de despreciarla, debemos ir a su encuentro. Ella es la más fructífera
conquista, la más entusiasta, la que, en lo que le atañe, incrementará
los seguidores.
Pero sin Feminismo. El Feminismo es un error político. El Feminismo es
un error cerebral de la mujer, un error que su instinto acabará por
reconocer.
No hay que darle a la mujer ninguno de los derechos que reclama el
Feminismo. Concederle esos derechos no produciría ninguno de los
desórdenes anhelados por los futuristas, sino que, por el contrario,
determinaría un exceso de orden.
Imponerle obligaciones a la mujer es hacer que pierda su poder de
fecundación. Los razonamientos y deducciones feministas no podrán
destruir su fatalidad primordial: sólo podrán falsificarla, forzándola a
manifestarse por caminos errados.
Durante siglos, el instinto femenino ha sido sojuzgado. Sólo se han
apreciado su encanto y su ternura. El hombre anémico, mezquino con su
propia sangre, reclama que la mujer sea sólo enfermera.
La mujer se ha dejado domesticar. Pero lánzale un nuevo mensaje, o un
grito de guerra, y entonces, retomando gozosamente su instinto, caminará
delante de ti hacia insospechadas conquistas. Cuando tengas que usar
tus armas, ella las lustrará. Te ayudará a escogerlas. En verdad, si
ella, puesto que transita por caminos trillados, no sabe cómo percibir
el genio, siempre ha sabido cómo confortar al más duro, al victorioso, a
aquél que triunfa con sus músculos y su coraje. No puede equivocarse en
reconocer esta superioridad que se impone a sí misma de manera tan
brutal.
¡Devolvámosle a la mujer su crueldad y su violencia, que la hacen
encarnizarse con los vencidos porque han sido vencidos, hasta el punto
de mutilarlos! ¡Dejemos ya de predicarle la justicia espiritual, que en
vano se ha esforzado en conquistar! La mujer se torna sublimemente
injusta una vez más, como todas las fuerzas de la naturaleza.
Liberada del control, con su instinto recuperado, tomará su lugar entre
los Elementos, una fatalidad opuesta a la humana voluntad consciente.
¡Que sea la egoísta y feroz madre, velando celosamente por sus hijos!
¡Que tenga lo que llaman privilegios y deberes hacia ellos en la medida
en que necesiten físicamente su protección!
Dejemos al hombre, liberado de la familia, llevar su vida de audacia y
conquista, puesto que él tiene la capacidad física para ello, más allá
de ser un hijo y un padre. El hombre que siembra no se detiene en el
primer surco fecundado.
En mis “Poemas del orgullo” y en “Sed de milagros”, he renunciado al
Sentimentalismo como una debilidad que debe ser despreciada porque
maniata y estanca la energía.
La lujuria es energía porque destruye lo débil, induce a lo fuerte a
ejercer su vigor, y así lo renueva. Las personas heroicas son sensuales.
La mujer es, para ellas, el más exaltado trofeo.
La mujer debe ser madre o amante. Las verdaderas madres siempre serán
mediocres amantes, y las amantes, madres insuficientes, por su exceso.
Aunque ambas están en la vanguardia de la vida, estas dos mujeres se
completan recíprocamente. La madre que amamanta al niño construye el
futuro con el pasado; la amante confiere el deseo, que conduce al
futuro.
Para concluir:
La mujer que retiene al hombre con lágrimas y sentimentalismos es
inferior a la prostituta que incita a su hombre con la sensualidad,
alentándolo a mantener su dominación sobre las más hondas profundidades
de las urbes, con el revólver listo. Al menos ella cultiva una energía
que puede servir a las mejores causas.
¡Mujer, obnubilada durante tanto tiempo por los prejuicios, vuelve a tu
sublime instinto, a la violencia, a la crueldad! Como un fatal
sacrificio de la sangre, mientras los hombres se entregan a la guerra y a
las batallas, procrea, y, entre tus hijos, como un sacrificio al
heroísmo, ocupa el lugar del Padre. No los críes para ti misma, es
decir, para su disminución, sino mucho mejor, en una libertad total,
para una completa expansión.
En lugar de reducir al hombre a la esclavitud de sus
execrables y sentimentales necesidades, incita a tus hijos y a tus
amantes a alzarse sobre sí mismos. Eres la única que puedes hacerlo.
Tienes todo el poder sobre ellos.
Le debes a la humanidad sus Héroes. ¡Hazlos!
1912
Valentine de Saint-Point
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