Afirmar que la izquierda ha acabado de compañera de viaje del
capitalismo global creo que no supone ninguna revelación sorprendente .
Este fenómeno, desde
luego, no es nuevo y tiene sus raíces y fundamentos. Más o menos,
deberíamos
retrotraernos a los Estados Unidos en los años cincuenta. En esos
momentos, en
plena Guerra Fría, surge un movimiento rupturista que dice ser de
izquierdas, pero
que trae aires nuevos al discurso y al método de la izquierda
tradicional, representada
en los Estados Unidos por los sindicatos y las organizaciones
socialistas,
muchas de ellas próximas a los sectores más rooseveltianos
del Partido Demócrata.
El pistoletazo de
salida lo da un oscuro personaje, Allen Ginsberg, con un poema llamado
“Aullido” y que fue inmediatamente considerado el manifiesto de un movimiento
que se dio en llamar generación Beat.
Que Ginsberg fuese un judío marica y comunista, posiblemente no tenga más
importancia de la que cada cual quiera darle, pero tampoco es algo que se deba
ocultar. Otros personajes similares como Jack Kerouac secundan esta
manifestación de principios tan elevados como la defensa del homosexualismo y
en general de cualquier tipo de relación sexual privada o pública, del consumo
de todo tipo de drogas, y de la rebelión contra la familia, la autoridad y las
formas de moral tradicionales. En fin, las teorías de los judíos iconoclastas
de la Escuela de Fráncfort -Adorno, Fromm, Marcuse, Horkheimmer - banalizadas
para hacerlas más accesibles a jóvenes botarates.
La reivindicación de un
estilo libertario de vida sin ataduras a la moral clásica ni a los principios
naturales y de permanente denuncia de cualquier limitación a la libertad del
individuo, tuvo rápida acogida, fundamentalmente en ambientes universitarios -
con Berkeley como buque insignia - entre alumnos y docentes. Un montón de
jóvenes que habían crecido rodeados de derechos y comodidades, a los que nunca
les había faltado nada, que no habían padecido la miseria de la Gran Depresión
ni habían tenido que combatir en Cassino, Normandía o Iwo Jima, quedó seducida
por las consignas de esta nueva izquierda. La evolución de este movimiento
hasta llegar al “hippismo”, culminación del culto al individualismo más egoísta
y grosero, era previsible. Curiosamente, también en los Estados Unidos por las
mismas fechas, y en el polo opuesto, los intelectuales (casualmente también
casi todos judíos), de la Escuela Austríaca, Von Mises, Friedrich Hayek, Israel
Kirzner, George Reisman y su divulgadora Ayn Rand, empezaban a extender sus
ideas ultraliberales y anticolectivistas, poniendo como centro de la economía y
de la acción política un feroz individualismo y apostando por el funcionamiento
desregulado de los mercados como principal fuerza impulsora de las sociedades
libres. El individuo era lo único importante y cualquier limitación a su
libertad, un crimen.
Por su parte, la nueva
izquierda llegó a Europa de la mano de los pijos franceses de mayo del 68, los
Cohn Bendit, Sauvageot, Geismar, Krivine… (casualmente, por supuesto, también
judíos todos ellos). Esta izquierda exigía derechos, sobre todo individuales y
se alejaba por completo del marco clásico de la izquierda, el de alcanzar metas
mediante la acción colectiva, metas imposibles de alcanzar individualmente.
Estos sorprendentes niñatos que se autoproclamaban trotskistas y maoístas, en
un loco afán iconoclasta contra la sociedad de sus mayores, reivindicaban un
hedonismo extremo basado en una concepción libertaria de la vida, algo muy
alejado de la tradición de reivindicación colectiva de derechos sociales de la
izquierda de sus padres y sus abuelos. A ellos en verdad no les interesaba la
negociación colectiva, ni la reducción de jornada, ni los aumentos salariales.
Ellos querían libertad individual para romper moldes y vivir frenéticamente.
Desde luego, en cualquiera de los regímenes políticos que defendían y
admiraban, como la China de Mao, todo lo que ellos defendían estaba proscrito y
defenderlo públicamente acarreaba la prisión, la tortura y la muerte. Pero, a
ellos, todo esto les daba igual. Orgullosos de sí mismos y felices, gritaban
“prohibido prohibir” asidos a una bandera de la China maoísta, que por esas
mismas fechas se hallaba inmersa en la Revolución Cultural, un proceso de
histeria colectiva dirigida desde arriba, que acabaría llevándose por delante
la vida de medio millón de chinos. Los jóvenes revolucionarios de Europa
occidental vivían una aventura hermosa, repleta de movilizaciones, asambleas,
reuniones, tertulias, viajes, alcohol, sexo, drogas y todo tipo de excesos.
Utilizaban la civilización y la libertad que habían heredado de sus mayores sin
haberla agradecido ni apreciado, para destruirla en nombre de utopías
sangrientas y tópicos infantiles.
Sin embargo,
consiguieron algo. Contaminaron a toda la izquierda y a gran parte de la
intelectualidad occidental con sus ideas superficialmente radicales pero reaccionarias
en el fondo. Y, al mismo tiempo, contribuyeron a generar una cultura
materialista e individualista que desmovilizaba la acción colectiva y la lucha
solidaria. Es decir, sirvieron como nadie a los intereses del capitalismo global.
Uno de sus mayores logros fue destrozar la familia tradicional, expulsando a la
mujer del hogar y de su papel de madre y ama de casa para lanzarla al mercado
laboral, a competir con sus maridos, abaratar los salarios y destruir la
cultura del ahorro, sustituida por la del consumo.
Al final,
paradójicamente, esta nueva izquierda, contribuyó tanto o más que Von
Misses,
Hayek o Ayn Rand a destruir la solidaridad de clase típica de la
izquierda
histórica allanando el camino al triunfo de una nueva generación. La
de unos individuos muy libres, muy feministas, muy ecologistas, muy
pacifistas,
muy antirracistas, pero cuya única aspiración en la vida es el propio
bienestar
material y para los que el sacrificio por una causa en el marco de una
acción
colectiva no es más que un ensoñación romántica de otros tiempos,
impropia de
individuos civilizados y modernos.
Hoy en día los amos del mundo pueden exprimir a los
seres humanos con más impunidad que nunca. El fatalismo y la resignación de las
masas, desgranadas en un montón de individuos consumistas, impide cualquier
tipo de acción colectiva revolucionaria. Y la izquierda, al menos en los
últimos 60 años, ha contribuido decisivamente a ello. La única esperanza que le
queda a los pueblos para, algún día, recuperar su derecho a autogobernarse, surgirá
nuevamente de un fascismo reinventado; porque, a diferencia de otros, nunca se
doblega frente al capitalismo ni entra en su juego.
Jorge Álvarez
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