Hambre como frontera donde la
racionalidad se convierte en un estado febril del que no se puede
escapar. Hambre reconvertida en vómitos secos de ira. Hambre como brotes
de luz en mitad de las tinieblas. Y todo ello, bajo las tenues sombras
que las farolas de Christiania (actual Oslo) apenas pueden
atenuar. El lirismo de la desesperación nunca hasta entonces había sido
tan bien retratado. Un hombre sólo frente al mundo y frente a sí mismo,
cuyo único consuelo es la creación literaria. Pensamientos que en forma
de arrebatos surgen de la nada; una nada que es lo más parecido a un
estado hipnótico de la mente en el que el artista es zarandeado sin
cesar por ideas e imágenes que no le dejan vivir la vida propia, pues el
proceso de la escritura es la vida ajena que arremete con fuerza contra
los sentidos del creador, que como en los sueños, cae atrapado por la
fuerza poderosa de las aventuras que todavía no conocen un final. Esa
pulcritud creativa es la que envuelve al personaje de Hambre,
un hombre sin nombre, sin pasado, sin familia, del que apenas conocemos
nada, salvo su delirio constructivo y su capacidad para afrontar el
hambre. Despojado de todo se enfrenta a la vida sin nada, y de esta
forma se abate sobre su proceso creativo; en la calle, pasando frío, con
apenas unos papeles en el bolsillo y un lapicero que se acaba cuando
menos se lo espera, porque el arte también necesita de materiales
tangibles que van más allá de la inspiración para consumar su plasmación
real. Esa necesaria pulcritud creativa se traslada también a su
relación con el resto del mundo, y en su camino se tropieza una y otra
vez con esa necesidad de manifestar los más altos valores que deben
regir la conducta del ser humano: la dignidad, la justicia, la honradez,
la generosidad, el amor o la pureza marcan su día a día, aunque en
ocasiones, también se tropiecen con sus contrarios en un clara
manifestación de los dobleces que existen en el alma humana.
Tan importante como la moral que transita por las páginas de Hambre es
la geografía que por las mismas recorre su protagonista, una singladura
magníficamente ilustrada por la más que certera traducción de Kristin Baggethun y Asunción Lorenzo,
que recogen el texto original noruego y no parten de las traducciones
existentes que del texto había en alemán, y no queda sino decir que lo
hacen con gran acierto y valentía, pues son capaces de plasmar en negro
sobre blanco esa pasión errática del protagonista, y no sólo
describiendo las rutas por la ciudad con un tratamiento más que acertado
del callejero de Christiania, sino que también se traslada a los diálogos, porque al dejarlos tal cual los escribió Hamsun, nos acercan mucho más hacia esa verdad y esa libertad impulsiva que profesan el escritor y su protagonista, que como un Don Quijote va en busca de su amada y de sus propios molinos de viento a los que presentar batalla. Ylayali se llama la amada que Hamsun
proporciona a su personaje, que se desenvuelve entre misteriosa y
enigmática a la par que impulsiva como su propio pretendiente, y que
retrata a un personaje femenino diferente para los usos de la época,
donde la confusión en este caso se convierte en virtud.
Hambre es por encima de todo un canto a la libertad; un sentimiento al que Hamsun
despoja de cualquier aderezo, y en esa pureza plagada de fríos ingratos
y oscuros, trata de adivinar un poco de luz y esperanza fijándose en el
individuo. Un individuo que se posiciona frente a una sociedad que poco
a poco camina hacia una desnaturalización de la especie humana. Y en
esa lucha es donde Hamsun presenta batalla y
en donde la creación artística se levanta como el mejor estandarte con
el que un hombre puede hacer frente a la desventura que se le avecina,
cubriéndose para ello con una espesa capa de lirismo desesperado con la
que poder emprender una travesía que no conoce un final.
Ángel Silvelo Gabriel
No hay comentarios:
Publicar un comentario