sábado, 8 de diciembre de 2012

Dar la Cara

Puedo afirmar formalmente que las cicatrices de mi rostro no son consecuencias de duelos a cuchillo sostenidos en los ambientes de los bajos fondos. Me las "gané", diciéndolo de una forma simplista, de un modo "honrado".
No ignoro que la antigua costumbre, alemana y austriaca, de los duelos a espadas entre estudiantes se considera en algunos países como una salvajada. También sé que dichos duelos –que todavía se sostienen en algunos países latinos, entre círculos militares y universitarios–, no pueden ser comprendidos por la mentalidad de otros países. Sin embargo, quiero explicar el "porqué" de esta costumbre y "romper una lanza" por dichos duelos. (…)
El duelo a espada era sencillamente, un medio educativo y como tal fue ejercido durante mucho tiempo, Combatíamos basándonos en la idea de medir nuestras fuerzas, nuestra destreza, no siendo, por tanto, considerado como una vergüenza ser herido por nuestro adversario. No obstante, aquel que intentaba evitar la herida desviando la cabeza era sancionado. Todos aquellos que consideran que el "boxeo" es una sustitución de aquellos duelos, están completamente equivocados. El único motivo de nuestras luchas era el tratar de conseguir un dominio completo sobre nuestros cuerpos y nervios. Estábamos obligados a luchar en actitud ofensiva, prohibiéndosenos adoptar una postura defensiva. Esto, es indiscutible, tenía un sentido digno de elogio.
Todo hombre que vive y piensa pasivamente, no llegará nunca a realizar grandes cosas. Cualquier clase de vida requiere un mínimo de actividad. Y la actividad es la única que puede darnos resultados positivos. El hombre activo consigue desarrollar su personalidad de una manera más completa; y la suma de sus actos acabará dándole unos resultados que, no cabe la menor duda, le favorecerán. Desde jóvenes se nos educó para que nos inspirásemos en dichos principios, y me siento reconocido de que así fuera.
La educación que recibí me ha permitido tener el completo dominio de mis nervios en muchas ocasiones que así lo requerían; me dio la capacidad de enfrentarme fríamente con toda clase de peligros. En el transcurso de mi vida me he visto obligado a encajar un elevado número de golpes, tanto morales como físicos; pero nunca me descorazoné y, cada vez, luché con nuevos bríos.
Nunca podré olvidar los sentimientos que surgieron en mí durante mi primer duelo, sostenido en febrero de 1927. Los diversos movimientos del cuello y del brazo que en acción protegen nuestro cuerpo de posibles heridas aceleraban los latidos de nuestro corazón de una manera vertiginosa. En tal momento, incluso, nos parece irreal la presencia de nuestro adversario; nos limitamos a concentrarnos y estar alerta para evitar el ataque siguiente. El olor de los medicamentos preparados por los médicos de ambos contendientes penetra en nosotros a través de las fosas nasales y queda ya ligado para siempre al recuerdo de todos nuestros duelos.
A fuerza de ser sincero debo admitir que tenía miedo de mi adversario, un miedo atroz. Pero me sentía observado por centenares de ojos de personas que querían cerciorarse de que sabía comportarme como un hombre. No me quedaba más remedio que aguantar, concentrarme en lo que hacía, evitar cualquier fallo. Carecía de careta que protegiera mi cara; ello me permitía observar cómodamente a mi adversario (…) Teníamos aproximadamente la misma estatura, nuestras fuerzas se asemejaban. Los organizadores de mi primer duelo me hablan elegido un adversario que poseía unas condiciones físicas similares a las mías. Sin embargo, él ya había combatido otra vez, por lo que tenía un tanto a su favor.
Sus amigos le rodeaban de la misma manera que los míos se agrupaban a mi lado; le daban las instrucciones finales al igual que ellos me las daban a mí: "Mantente derecho; yergue los hombros, no te azares, no eches la cabeza hacia atrás si te hieren; procura dominar el dolor, puesto que muchos ya lo han hecho antes que tú..."
"¡Buena suerte!", fue lo último que dijeron mis amigos.
Me coloqué en el lugar señalado. Oí la voz de un camarada que decía:
–Ruego haya silencio. Se inicia el duelo a espada.
Sentí que mi corazón latía aceleradamente. Vi la cabeza de mi adversario como si estuviera envuelta en una neblina a través de mis lentes protectoras. Se dio la señal reglamentaria; nuestros brazos describieron un círculo sobre nuestras cabezas y ambos atacamos al mismo tiempo descargando nuestros primeros golpes. Las espadas chocaban, se oía el chasquido de los aceros, que se amortiguaban cuando la espada tocaba uno de nuestros brazos.
Es una sensación extraña la que se siente al recibir el primer golpe. La primera excitación da paso a la tranquilidad y uno se siente dueño absoluto de sus nervios. Se continúa el combate pausadamente; sólo se siente el fuerte latido del pulso promovido por el esfuerzo que hace el brazo.
Los minutos de lucha se cronometraban rigurosamente por nuestros auxiliares. La pausa se aprovechaba para curar nuestras pequeñas heridas. En tales ocasiones llega un momento en el que ambos contrincantes piensan solamente una cosa: "¿Cómo me estoy portando? ¿Cuál será el primero de los dos que reciba una herida de importancia?" Pero hasta tales pensamientos llegan a olvidarse en el transcurso del combate.
Creo que fue en el séptimo asalto cuando, de pronto, noté un fuerte golpe en mi cabeza; me extrañó que la herida no me doliera como había esperado; sólo noté que un líquido caliente se deslizaba por mi cuero cabelludo. Me limité a pensar: "Me ha tocado. Espero no haber movido la cabeza para esquivar el golpe". Me sentí completamente relajado y recordé los consejos que se me habían dado: "Debes luchar de una forma activa; es preciso atacar; no puedes dejarte vencer por el miedo".
Pronto pude aprovechar un fallo de mi contrincante y también le herí. Es casi increíble lo que puede llegar a cansar un duelo que apenas dura media hora. Cuando transcurrió el tiempo fijado, notamos que los músculos de nuestro brazo estaban agarrotados; nuestros cuerpos, cubiertos de sudor. A continuación se nos dejó al cuidado de los médicos que suturaron nuestras heridas sin emplear anestesia alguna. Se hacía así para educar la resistencia física. Mi adversario había recibido tres heridas; yo, solamente una.
Mis camaradas se apresuraron a felicitarme. Pero, también, para no romper un precedente, me señalaron los fallos y faltas en que había incurrido. Esto motivó que no me sintiera tan orgulloso de mi hazaña como me había sentido pocos momentos antes; tuve conciencia de lo que me faltaba todavía por aprender y de lo mucho que debía de esforzarme en lo sucesivo. (…)
Proclamo que estoy orgulloso de que mis heridas sean consecuencia de duelos estudiantiles; de haber "dado la cara" voluntariamente; de haber soportado estoicamente el dolor y de haber sabido comportarme en todo momento con dignidad. Mis duelos fueron por lo general limpios y normales. Se mantuvieron siempre dentro de las reglas establecidas para los estudiantes. Hubo, sin embargo, otros distintos con normas resultantes de ciertas exigencias de los asesores de los duelistas; esto era una cosa frecuente en el desarrollo de los duelos estudiantiles.
El décimo combate que sostuve tuvo ese desarrollo. Más tarde se me dijo que había sido mi mejor lucha con un adversario. Mi contrincante, un vienés miembro del Centro Estudiantil Jurídico, llamado N. Menzel, me desafió. Era considerado entonces como el mejor duelista de Viena, lo que me hizo pensar que tenía pocas probabilidades de salir airoso en tan difícil prueba. Mis amigos compartían esta impresión. Se limitaron a aconsejarme: "Procura aguantar".
  
Los retos hechos en tales circunstancias debían ser aceptados en el acto, lo que no permitía disponer de tiempo para prepararse adecuadamente. El primer asalto me demostró que me las había con un adversario que me aventajaba en todo; sus golpes, seguros y rapidísimos, herían frecuentemente mi cara en su parte izquierda. Sin embargo, los golpes no eran fuertes; la espalda hería mi piel sesgadamente, desgarrando la mejilla. Pero el dolor que producen tales golpes es más agudo que el de los más fuertes que penetran directamente en la carne.
El "tempo" de nuestro duelo era muy elevado, ya que una de las reglas más importantes prescribía que cada adversario debía "devolver" cada dos golpes. Esto impedía a mi contrincante lanzar certeramente sus golpes fuertes.
En las cortas pausas recibí muy buenos consejos de mis amigos, pero éstos sólo podían ser tenidos en cuenta por hombres flemáticos, de nervios templados. Las personas nerviosas se inquietan más con los consejos, por lo que, muchas veces, carecen de valor. Se me aconsejó que atacara a Menzel sin consideración alguna y que procurara que mis golpes fueran fuertes y consecutivos. Este consejo era sumamente acertado. A pesar de que mi mejilla se inflamaba cada vez más como consecuencia de los golpes recibidos, logré herir a mi adversario infligiéndole tres fuertes golpes en la cabeza, causándole heridas de unos diez centímetros cada una. Menzel perdió tanta sangre que los árbitros le declararon inútil para continuar el combate. Cuando, al terminar el duelo, le di la mano, noté que se sentía aliviado por no verse obligado a continuar "sosteniendo el tipo", sentimiento que yo, igual que él, compartía plenamente. El éxito logrado por mí en este duelo tuvo gran importancia, ya que hasta entonces era considerado como un duelista de mediana calidad.
Cuando recuerdo aquellos tiempos, observo que muchas cosas y costumbres han sido superadas. ¡También el dogma católico advierte la ilicitud de tales costumbres! Reconozco sus argumentos; pero...muchas cosas cambian con los tiempos; yo guardé, siempre, de ellos, una herencia positiva de nuestras costumbres.
Aprendimos a "dar la cara" como hombres en defensa de todo lo que decíamos y hacíamos; aprendimos a luchar por nuestros actos y palabras con un arma en la mano y hasta la última consecuencia. Pero también aprendimos a encajar todos los golpes manteniendo una actitud impasible; a soportar el dolor y apretar fuertemente los dientes cuando estábamos a punto de gritar de angustia y dolor. En muchas situaciones de mi vida sentí  agradecimiento por haber sido formado con tanta dureza.
  Otto Skorzeny
Vive peligrosamente 

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