Paré la moto. La aparqué en la cuneta. Avancé decenas de metros internándome en el bosque. Cientos tal vez.
Salté un pequeño terraplén. La cámara,
colgada al cuello, me golpeó con fuerza en el pecho. La tierra arcillosa
bajo mis pies parecía tener vida propia. Como no podía ser de otra
manera, resbalé.
El tronco de un viejo roble centenario amortiguó mi caída. Siempre he sido un poco torpe; intrépido, pero torpe.
Allí estaba ese sobrecogedor paisaje. El
valle, la montaña. Un cielo de película. Frente a mí, el sol invicto
imponía su superioridad una vez más, filtrando los rayos a través de las
algodonosas nubes e iluminando la escena con un toque de magia.
De pronto se hizo el silencio. La
carretera -poco transitada- quedaba ya lejos. Los pájaros enmudecieron.
Hasta el viento dejó de mecer la vegetación. Era como si la naturaleza
quisiera mandarme un mensaje. Encendí la cámara e hice la fotografía.
Click. Un contraluz.
Revisé la foto y miré de nuevo al
horizonte. Sentí paz. Y de pronto, desde las profundidades del monte, un
grito estremecedor rompió el silencio. El potente bramido de un ciervo
recorrió todo el valle. Se me erizaron los vellos.
Comenzó de nuevo la melodía del bosque.
Los acompasados trinos de un jilguero flotaban en el viento silbante.
Las hojas secas crepitaban al paso de pequeñas víboras.
Clonc, clonc. El motor bicilíndrico de
la motocicleta estaba en marcha. Aceleré, estropeando el concierto de la
arboleda mediterránea con un ronco sonido antinatural.
Eché un vistazo al retrovisor. En él se reflejaba la sierra de Aracena, una inmensidad verde y salvaje que parece tener alma.
La vuelta a casa la hice acompañado.
Acompañado por esa sensación que uno tiene cuando acaba de suceder algo
importante en su vida.
Francisco Calderón
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