¿Todo tiempo pasado fue mejor? ¿Me estoy convirtiendo en un nostálgico
empedernido? ¿Traspasar la fatídica fecha de mis treinta cumpleaños me
conduce a ser el prototipo del perfecto cascarrabias?
Muchas de estas incógnitas me acechan cada vez que intento hacer un análisis de los jóvenes de hoy en día. Y es que mi confianza en ellos como futuro de nuestro país es nula. Si la cuestión gira entorno al poder regenerador y revolucionario de esta juventud, me tengo que controlar para no emitir una carcajada socarrona de triste ironía.
Observo a los jóvenes, miro en los ojos de los adolescentes y únicamente encuentro vacío. Expresión de bobos embutidos en ropas estrambóticas. Pero bueno, siempre ha habido modas, muchos de nosotros hemos ido por la calle como auténticos adefesios. Las modas van, vienen y pasan pero el alma yerma es perenne durante toda nuestra existencia.
¿Por qué? ¿Por qué son así? ¿Mi incipiente madurez me lleva a la incomprensión y al desprecio? Lo dudo mucho. Formo parte de una generación que, por suerte o por desgracia, está empecinada en prolongar, por todos los medios, su juventud. Por mucho que me gustase yo no soy una excepción, no me he disociado, he participado demasiadas veces en muchas de sus miserias. Yo también intento frenar las agujas del reloj, empujarlas en sentido opuesto. Me siento joven, parece que fue ayer cuando tenía quince años. Quimeras de autocompasión y engaño.
Cuando hablas con ellos, con esos chicos y chicas que cuentan los pocos meses que le quedan para cumplir los dieciocho años como amenaza de orgiástica rebeldía es cuando me doy cuenta. El tiempo no ha pasado en balde. Soy muy distinto a ellos, pero también fui muy distinto a ellos. No ya en los lugares comunes de toda juventud como la famosa mayoría de edad o el creerse más listo y autosuficiente que ninguno. Fui diferente a ellos por que el menor atisbo de cultura se ha esfumado de sus mentes, nociones básicas para cualquier estudiante de 8º de E.G.B. o de cualquier curso del B.U.P. les son completamente desconocidas. Y os escribe una persona en cuyo círculo de amistades más cercanas no ha habido ningún licenciado o diplomado.
Pero mientras su nivel cultural es ínfimo, sus conocimientos sobre las redes sociales no tienen límite. Me intento tranquilizar pensando que son muy jóvenes, que son chicos de barrio. Sin embargo, hace unos días, en la sala de ordenadores de la biblioteca de una de las más importantes facultades de Madrid, en diecinueve de los veinte terminales conectados a la red imperaban las redes sociales. El único que no estaba navegando en sus refulgentes aguas era yo que, por cierto, andaba por allí de visita.
¿Seré un “friqui”? ¿Me habré ganado a pulso ese calificativo con el cual la juventud estigmatiza al diferente, al que se sale del camino de la masa por cualquier motivo?
Redes sociales, muchas redes sociales. Los “blogs” ya no están de moda, son para aburridos y “friquis” como yo que pierden el tiempo en escribir y leer. La imagen, sólo la imagen, ni un espacio para la palabra o el pensamiento. Abdominales apretados o pechos oprimidos en sujetadores varias tallas más pequeñas. La imagen, que no falte el móvil con cámara para inmortalizar cualquier absurdo momento y poder exponer la instantánea en la galería planetaria. Están vacíos, no tienen nada dentro y su educación les ha conducido a que solamente con fotos puedan almacenar recuerdos, sentimientos, sensaciones.
La imagen, otra vez. La imagen como esclavitud. Niñas de 14 años deformándose sus aún no desarrolladas columnas vertebrales con sus cotidianos tacones de vértigo, para su mayor satisfacción personal y la de sus jóvenes chulos. El machismo de la posmodernidad, un machismo generado en la mujer y absolutamente superficial. Antes el hombre podía ver en su mujer a la madre de sus hijos, hoy sólo a una vagina con patas de la que, si es preciso, se puede deshacer a hostias y tirarla a un río, a un contenedor o a un basurero. Contradicciones de treinta años de educación en igualdad y democracia.
¿Será la droga? ¡Qué argumento tan peregrino! En mi época los jóvenes andaban en éxtasis de “afterhours” en “afterhours”. Éramos tontos pero no tan imbéciles, no creo que sea ese el motivo. Si por la droga fuese la politizada juventud de los setenta estaba bastante fumada y comenzaban los coqueteos con el caballo de la muerte en el que galopó desbocada la juventud ochentera de la movida y las revueltas estudiantiles.
Es curioso, la juventud ha ido a menos. De los años setenta, a los ochenta, noventa, hasta este momento. Cada vez menos comprometida, cada vez más pasiva, cada vez menos creativa. ¿Será la democracia?
Muchas de estas incógnitas me acechan cada vez que intento hacer un análisis de los jóvenes de hoy en día. Y es que mi confianza en ellos como futuro de nuestro país es nula. Si la cuestión gira entorno al poder regenerador y revolucionario de esta juventud, me tengo que controlar para no emitir una carcajada socarrona de triste ironía.
Observo a los jóvenes, miro en los ojos de los adolescentes y únicamente encuentro vacío. Expresión de bobos embutidos en ropas estrambóticas. Pero bueno, siempre ha habido modas, muchos de nosotros hemos ido por la calle como auténticos adefesios. Las modas van, vienen y pasan pero el alma yerma es perenne durante toda nuestra existencia.
¿Por qué? ¿Por qué son así? ¿Mi incipiente madurez me lleva a la incomprensión y al desprecio? Lo dudo mucho. Formo parte de una generación que, por suerte o por desgracia, está empecinada en prolongar, por todos los medios, su juventud. Por mucho que me gustase yo no soy una excepción, no me he disociado, he participado demasiadas veces en muchas de sus miserias. Yo también intento frenar las agujas del reloj, empujarlas en sentido opuesto. Me siento joven, parece que fue ayer cuando tenía quince años. Quimeras de autocompasión y engaño.
Cuando hablas con ellos, con esos chicos y chicas que cuentan los pocos meses que le quedan para cumplir los dieciocho años como amenaza de orgiástica rebeldía es cuando me doy cuenta. El tiempo no ha pasado en balde. Soy muy distinto a ellos, pero también fui muy distinto a ellos. No ya en los lugares comunes de toda juventud como la famosa mayoría de edad o el creerse más listo y autosuficiente que ninguno. Fui diferente a ellos por que el menor atisbo de cultura se ha esfumado de sus mentes, nociones básicas para cualquier estudiante de 8º de E.G.B. o de cualquier curso del B.U.P. les son completamente desconocidas. Y os escribe una persona en cuyo círculo de amistades más cercanas no ha habido ningún licenciado o diplomado.
Pero mientras su nivel cultural es ínfimo, sus conocimientos sobre las redes sociales no tienen límite. Me intento tranquilizar pensando que son muy jóvenes, que son chicos de barrio. Sin embargo, hace unos días, en la sala de ordenadores de la biblioteca de una de las más importantes facultades de Madrid, en diecinueve de los veinte terminales conectados a la red imperaban las redes sociales. El único que no estaba navegando en sus refulgentes aguas era yo que, por cierto, andaba por allí de visita.
¿Seré un “friqui”? ¿Me habré ganado a pulso ese calificativo con el cual la juventud estigmatiza al diferente, al que se sale del camino de la masa por cualquier motivo?
Redes sociales, muchas redes sociales. Los “blogs” ya no están de moda, son para aburridos y “friquis” como yo que pierden el tiempo en escribir y leer. La imagen, sólo la imagen, ni un espacio para la palabra o el pensamiento. Abdominales apretados o pechos oprimidos en sujetadores varias tallas más pequeñas. La imagen, que no falte el móvil con cámara para inmortalizar cualquier absurdo momento y poder exponer la instantánea en la galería planetaria. Están vacíos, no tienen nada dentro y su educación les ha conducido a que solamente con fotos puedan almacenar recuerdos, sentimientos, sensaciones.
La imagen, otra vez. La imagen como esclavitud. Niñas de 14 años deformándose sus aún no desarrolladas columnas vertebrales con sus cotidianos tacones de vértigo, para su mayor satisfacción personal y la de sus jóvenes chulos. El machismo de la posmodernidad, un machismo generado en la mujer y absolutamente superficial. Antes el hombre podía ver en su mujer a la madre de sus hijos, hoy sólo a una vagina con patas de la que, si es preciso, se puede deshacer a hostias y tirarla a un río, a un contenedor o a un basurero. Contradicciones de treinta años de educación en igualdad y democracia.
¿Será la droga? ¡Qué argumento tan peregrino! En mi época los jóvenes andaban en éxtasis de “afterhours” en “afterhours”. Éramos tontos pero no tan imbéciles, no creo que sea ese el motivo. Si por la droga fuese la politizada juventud de los setenta estaba bastante fumada y comenzaban los coqueteos con el caballo de la muerte en el que galopó desbocada la juventud ochentera de la movida y las revueltas estudiantiles.
Es curioso, la juventud ha ido a menos. De los años setenta, a los ochenta, noventa, hasta este momento. Cada vez menos comprometida, cada vez más pasiva, cada vez menos creativa. ¿Será la democracia?
Finis Gloriae Mundi
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