Me pide la afición otro de esos episodios históricos que
cuento de vez en cuando, más que nada porque casi nadie habla de ellos.
Bien mirado, si nos agrada que nuestras selecciones y equipos ganen
partidos de fútbol, carreras ciclistas y medallas olímpicas, y
recordamos con entusiasmo el gol de Zarra o el tour de Bahamontes, no
veo por qué hemos de ignorar otra clase de confrontaciones y campeonatos
donde nuestros paisanos, durante siglos, se estuvieron jugando algo más
que una final de copa. A fin de cuentas, por poco que nos guste aquella
España y lo que tenía dentro, los jugadores del equipo eran los
nuestros. Tatarabuelos y gente así. Con nuestra camiseta.
Esta vez
le toca al socorro de Goes, cuyo 440 aniversario se cumplirá el 20 de
este mes. Corría el año 1572, y las provincias holandesas afirmaban su
rebelión contra una España que, como de costumbre, luchaba sola contra
medio mundo. Ocho mil soldados holandeses reforzados por los habituales
ingleses, protestantes alemanes y hugonotes franceses, cercaban el
pequeño enclave de Goes, entre las bocas del Escalda, donde
cuatrocientos españoles aguantaban como podían, dientes apretados,
esperando socorro. Correspondía éste a un ejército enviado por el duque
de Alba, bajo el mando de don Sancho Dávila y el maestre de campo
Cristóbal de Mondragón, que se había visto detenido por falta de
embarcaciones y la solidez de la defensa enemiga. Goes iba a quedar
abandonada a su suerte; y la guarnición española, mandada por un duro
capitán llamado Isidro Pacheco que tenía orden de no rendirse ni harto
de vino, sería pasada a cuchillo. La suerte parecía echada. Y entonces, a
alguien se le ocurrió un plan.
Había un vado, contaron algunos
pescadores. Un paso de tres leguas y media: diecisiete kilómetros que la
marea baja descubría durante unas horas hasta la altura del pecho de un
hombre. Echándole hígados al asunto, entre dos mareas podía intentarse
cruzar de noche por ahí; con el peligro de que si quienes lo hicieran se
retrasaban o quedaban atrapados en el fango, los pillaría la creciente y
se ahogarían todos. Pero, como se decía entonces, no se pescaban peces a
bragas enjutas; así que el maestre de campo Mondragón, un correoso
veterano de los tiempos de Carlos V, las campañas de Italia, Túnez y
Alemania, dispuso una fuerza de 2.500 españoles de los tercios viejos,
reforzados por valones y tudescos. Luego los hizo formar en la playa al
atardecer, y llamándolos «compañeros míos» -funesto halago que al
soldado español siempre le anunciaba escabechina segura- largó un
discurso con tres argumentos básicos: que él iba a ir delante dando
ejemplo, que si no cruzaban rápido y en silencio se ahogarían todos, y
que una vez al otro lado no iban a dejar un puto hereje vivo. Luego le
dijo al capellán que diera a todos la absolución preventiva, por si las
moscas. Y mientras la tropa se persignaba y blasfemaba por lo bajini, el
maestre de campo se quitó la botas y se metió el primero en el agua.
La
verdad es que fue admirable. Imaginen a dos mil quinientos tíos, la
mayor parte morenos y bajitos -había entre ellos muchos arcabuceros
vascos, por cierto-, protestando de todo, agarrados unos a otros para
que no se los llevara el agua, con la marea por el pecho, llevando en
alto los saquetes de pólvora, el pedernal y las mechas en la punta de
picas y arcabuces. Diecisiete kilómetros de noche, chapoteando a
oscuras, mojados hasta la barba, heridos los pies descalzos en las
piedras y cascajos, fatigados por lo pegadizo del fango. Sintiendo subir
poco a poco la marea mientras se preguntaban qué puñetas estaban
haciendo allí, de noche y a remojo, en vez de estar pidiendo limosna
como señores en la puerta de una iglesia de Talavera, Hernani o Sevilla.
Pero hubo suerte: sólo se ahogaron nueve. Los menos altos.
Y
ahora imaginen la escena. La mala hostia con que esas criaturas llegaron
a la orilla. Esa luz gris y sucia del amanecer. Esos holandeses e
ingleses que de pronto ven asomar a dos millares y medio de homicidas
barbudos, sucios de barro, con ojos de locos y unas ganas desaforadas de
quitarse el frío degollando a mansalva. Y claro. Por mucho que
corrieron hacia sus embarcaciones, no les dio tiempo a todos. A pirarse.
He buscado cantidades exactas: Fernández Duro habla de dos mil palmados
y Bentivoglio se limita a decir «mataron muchos». La cifra más creíble
son 800 holandeses e ingleses pasados por la piedra, entre los
acuchillados y los que se ahogaron intentando salvarse. Y oigan. Parece
un resultado más bien sangriento para cuartos de final. Tampoco estaba
allí Manolo el del bombo, ni Iker Casillas con arcabuz. Pero qué quieren
que les diga. Eran otras ligas. Eran otros tiempos.
Arturo Pérez-Reverte
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