Ahora que la actualidad manda,
ahora que el caso Gibraltar se desinfla ante los acontecimientos venideros, de
la misma manera que desinfló éste a Bárcenas.
Ahora que todos los ojos están puestos en las
televisiones para ver la tragedia de la guerra en directo, sin pausas publicitarias.
Ahora que nuevamente mi pueblo se olvida de sus seis millones de parados, de la
inmensa deuda pública y de la corrupción generada por un sistema agotado.
Ahora que la izquierda se concedió una tregua en sus reivindicaciones
callejeras para disfrutar de su “merecido“ descanso estival.
Ahora que todos parecen
haberse puesto de acuerdo en que España pase a un segundo plano informativo,
justamente ahora, me asalta una duda verdaderamente trivial ante la inmensidad
de la vorágine que nos acecha: ¿quién coño sería el autor de aquella frase tan
desgastada por uso, de "el pueblo que olvida su historia está condenado a
repetirla“?.
Porque, seamos serios, si hubiera una modalidad olímpica en esta disciplina,
España sería medalla de oro a perpetuidad. La facilidad con que el pueblo
español olvida ofensas e infamias, es de nota.
Nada parece hacer mella en esta sociedad,
humillada en su soberanía, arruinada por sus políticos, desposeída de sus
derechos y abocada sin remedio al exilio de sus hijos. Y tiene aun mas guasa,
si cabe, la frasecita cuando es fácilmente constatable que el pueblo español ya
ni podría olvidar su historia, porque ni siquiera la conoce. Tristemente, es público
y notorio que conocía más de la historia de su patria un bachiller de “la
oprobiosa“ que todo un licenciado de la democracia.
A la vista de los acontecimientos, no podemos más que llegar a una conclusión:
nada fue casual . El alejamiento de los niños de sus raíces es el fruto de una
cuidadosa estrategia diseñada para conformar la sociedad que hoy tenemos.
Jóvenes alienados por el sistema, cuya única patria reside en los 20 dígitos de
una cuenta corriente. Cuyos únicos referentes son estrellas deportivas. Cuyo
mayor anhelo es poseer todos los bienes materiales que la publicidad pone ante
sus ojos. Y no se les puede hacer culpable. Y menos en un país donde los últimos
presidentes hablaban catalán en la intimidad o afirmaban, sin ningún sonrojo ni
nadie que los pusiera frente a una pared, que España “es un concepto discutido
y discutible“. Pero este desconocimiento de nuestra historia, no hace que no exista,
que no esté ahí, dormitando el sueño de los justos, agazapada en las sombras
del tiempo, como el cazador que espera su momento.
España es pródiga en
motines, en subversiones, en alzamientos, en rebeliones. Sus gentes, que con
tanta generosidad olvidan su historia, son especialistas en derramar el vaso
colmado por la última gota, en dar un puñetazo en la mesa cuando el castaño se
sube de oscuro, en verter sangre propia o ajena sin miramiento cuando la
paciencia le desborda. Y cuando este punto ha sido rebasado, históricamente está
demostrado que el español es un pueblo difícil de detener. Los Comuneros,
Esquilache, un infante que llora partiendo hacia el exilio, juderías asaltadas…
Tanta sangre ha regado la patria nuestra, tantas causas justas han forjado
nuestro carácter, que solo podemos llegar a una conclusión: nuestra “élite
gobernante“ se ha contagiado de la ignorancia de nuestra historia que con tanto
celo han cultivado. Hacen mal; no puedo menos que sonreírme recordando al gran Lope,
“¿quién mató al comendador?, Fuenteovejuna fue. ¿Y quién es Fuenteovejuna? ¡¡Todos
a una!! “.
Fuenteovejuna es cualquier pueblo o ciudad de España en un momento dado. Y de entre tantos hechos que a lo largo de siglos han ido conformando la tierra que pisamos, relataré a modo de malintencionada alusión a nuestros próceres dirigentes, uno de los menos conocidos, el Motín del Pan:
"1652, una gran recesión económica
recorre Europa. A la crisis económica, Felipe IV, rey de las Españas, tenía que
sumar el gran desembolso que exigían las guerras que libraba. La subida de
impuestos y la recuñación del valor del vellón fueron sus medidas económicas
para pagar a sus financieros. Como consecuencia, el pueblo se veía cada vez mas
empobrecido y el hambre estaba a la vuelta de la esquina. Y éste llegó sin avisar.
Una epidemia de peste y una prolongada sequia hizo que el precio del trigo se disparase.
Los mayoristas comenzaron a hacer acopio de grano con el fin de especular con
el hambre del pueblo. El gobierno no reaccionó y el pueblo se echó a la calle .
“Caballeros de Sevilla, si no abaratáis el pan, lo pagarán capotes y gabardinas“.
Corrió la sangre".
Malos tiempos vivimos,
pero si me dieran a elegir entre pueblo o caciques, me quedaré entre los primeros.
Ni soy desmemoriado, ni me formé en la Logse; yo crecí recitando los Reyes
Godos y eso, macho, imprime carácter.
Juan Antonio López Larrea
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