La batalla del Salado (librada el lunes 30 de octubre de 1340, en la
actual provincia de Cádiz) fue una de las batallas más importantes del
último periodo de la Reconquista. En ella, las fuerzas combinadas de
Castilla y Portugal derrotaron decisivamente a los benimerines, última
nación norteafricana que trataría de invadir la península Ibérica.
Tras
la decisiva victoria de las Navas de Tolosa en 1212, los almohades
perdieron el control sobre el sur de la península Ibérica y se
replegaron al Norte de África, dejando tras de sí un conjunto de
desorganizadas taifas que fueron ocupados por los reinos cristianos
entre 1230 y 1264. Tan sólo el reino de Granada logró mantenerse
independiente, aunque fue forzado a pagar un elevado tributo en oro a
Castilla cada año. Por aquel entonces, el reino de Granada comprendía
las actuales provincias de Granada, Almería y Málaga, más el istmo y
peñón de Gibraltar.
En 1269, la debilitada dinastía almohade sucumbió
ante otra tribu bereber emergente, los Banu Marin («Benimerines» para
los castellanos). Desde su capital en Fez, esta tribu originaria del sur
de Marruecos pronto dominó la mayor parte del Magreb, llegando por el
este hasta la actual frontera entre Argelia y Túnez. A partir de
1275 dirigieron su atención hacia Granada, donde desembarcaron tropas e
influyeron decisivamente en su gobierno ante el recelo de los cristianos
del norte. El choque no tardó en llegar, y así, a finales del siglo
XIII, los benimerines ya habían declarado la guerra santa a los
cristianos y realizado varias incursiones en el Campo de Gibraltar, con
el fin de asegurarse el dominio sobre el tráfico marítimo en el
Estrecho. En 1288, a instancias del rey Yusuf I de Granada, firmaron una
alianza formal con los nazaríes con el fin de tomar Cádiz como objetivo
final. Sin embargo, una serie de rebeliones en el Rif retrasaron la
campaña contra Castilla hasta 1294, año en que los benimerines asediaron
Tarifa sin éxito debido a la tenaz resistencia ofrecida por Guzmán el
Bueno.
En 1329 los benimerines y sus aliados granadinos atacaron de nuevo a los castellanos, a quienes derrotaron y tomaron Algeciras.
En
agosto de 1330 Castilla se impondría a Granada en la Batalla de Teba,
conocida en otros países por haber fallecido en ella el noble escocés
Sir James Douglas. Como consecuencia de la derrota granadina, el 19 de
febrero de 1331, se firmó la Paz de Teba por la que los monarcas
castellano, aragonés y nazarí se comprometían a una tregua de cuatro
años y a la entrega de parias al rey castellano por parte del emir
granadino.
A pesar de ello, desde su base en Algeciras, los
musulmanes sitiaron Gibraltar (ocupada por los cristianos en 1309,
precisamente como medida preventiva ante las invasiones meriníes) y la
reconquistaron en 1333. La flota castellana del Estrecho, capitaneada
por el Almirante Alonso Jofre Tenorio, no era lo suficientemente
poderosa como para detener el constante flujo de tropas musulmanas hacia
la Península, por lo que Alfonso XI de Castilla solicitó apoyo naval a
la Corona de Aragón. Ésta accedió a enviar en 1339 una flota de guerra
mandada por Jofre Gilabert, pero tras una operación en Algeciras, el
almirante aragonés resultó herido por una flecha y su flota se dispersó.
Siguió entonces un ataque de los benimerines contra la escuadra
castellana, con un resultado catastrófico para ésta: todos los barcos,
excepto cinco que pudieron refugiarse en Cartagena, fueron destruidos
por los musulmanes y Tenorio hecho prisionero y decapitado. Castilla
quedaba así abierta de par en par a una nueva invasión norteafricana.
Al
conocer el desastre, Alfonso XI decidió entonces jugar su última carta
enviando a su mujer, María de Portugal, para que pidiera ayuda al padre
de ésta. No obstante, el rey Alfonso IV, que entonces se encontraba algo
rencoroso con su yerno por el abandono al que tenía sometida a su hija
en favor de su amante Leonor de Guzmán, declinó inicialmente la
propuesta, exigiendo que si el monarca castellano necesitaba ayuda,
fuera él quien se la pidiera personalmente. Ante la situación, Alfonso
XI no pudo hacer otra cosa que tragarse su orgullo y enviar una carta de
su puño y letra a Lisboa. Alfonso IV respondió entonces positivamente y
mandó una flota a Cádiz a las órdenes del marino genovés Manuel
Pezagno, que se unió a un contingente de 12 naves aragonesas que ya se
encontraban ancladas allí.
Los ejércitos de ambos reyes se
encontraron en Sevilla de donde salieron las fuerzas de los dos
monarcas, en camino a Tarifa, llegando ocho días después de la Peña del
Ciervo teniendo frente a ellos la extensión del campo de las fuerzas
musulmanas. El 29 de septiembre, en consejo de guerra, se decidió que
Alfonso XI de Castilla, luchara contra el Rey de Marruecos, y Alfonso IV
de Portugal frente al de Granada.
En el campo de los cristianos y
los musulmanes de todo estaba listo para la batalla. La caballería
castellana, cruzo el río Salado, la batalla comenzó. Pronto llegó a
tratar con él, la élite de la caballería musulmana, incapaz de detener
el ataque. Casi de inmediato se trasladó Alfonso XI, con el grueso de
sus tropas, frente a las innumerables fuerzas de los moros. Fue
encerrado en ese sector, la lucha era feroz. El rey de Castilla, cuyo
valor no cabe duda, se volvió hacia los puntos donde el peligro era
mayor, con furia haciendo llevando a las tropas árabes a la derrota.
En
ese momento la guarnición de la plaza de Tarifa, hizo una salida
inesperada para los moros, cayó sobre la parte trasera para atacar el
campamento de Abul-Hassan y causaron estragos entre los invasores. En la
zona de combates las fuerzas portuguesas, para las dificultades eran
aún mayores, porque los moros de Granada, más disciplinados, luchando
por su ciudad bajo el mando de Yusef Abul-Hagiag, veían su reino en
peligro. Afonso IV, por delante de sus jinetes intrépidos lograron
romper el orden enemigo, rompiendo la formidable barrera, lo que desato
el pánico y la derrota de los moros de Granada. Saliendo los granadinos
en desbandada, del mismo modo las fuerzas africanas abandonaron el campo
de batalla, dejando todo para salvar su vida. El campo estaba sembrado
de cadáveres de víctimas del bando moro.
El 1 de noviembre en la
tarde, los ejércitos vencedores en última instancia, abandonaron el
campo de batalla con un gran botín tomado en la batalla, en dirección a
Sevilla, donde el rey de Portugal se quedó poco tiempo, volviendo de
inmediato a su país.
La victoria de los cristianos en la batalla de
Salado, desmoralizo al mundo musulmán, y el entusiasmo que se extendió
entre el cristianismo europeo. Fue después de seis siglos, una
renovación de la victoria de Carlos Martel en Poitiers.
Alfonso XI
para exteriorizar su alegría, se apresuró a enviar al Papa Benedicto XII
embajada pomposa llevando muy valiosos regalos, parte de la riqueza
extraída a los moros, veinticuatro presos que llevaban banderas que
habían caído en manos de los vencedores.