lunes, 7 de octubre de 2013

Aprovecharse del sistema

España tiene unos cuarenta y ocho millones de habitantes censados, y posiblemente uno o dos millones más en situación irregular, es decir, unos cincuenta millones de personas. ¿Saben cuántos extranjeros hay en España, según los datos oficiales? Pues alrededor de ocho millones censados, y seguramente un par de millones más sin papeles, es decir, que no figuran en los datos oficiales.
 De los 48 millones de habitantes legales, trabajan, trabajamos, escasamente 16 millones de personas, es decir, una de cada tres, contribuyendo al mantenimiento de las otras dos, a través de la familia, la jubilación, el seguro de desempleo, pensiones de invalidez, salarios sociales de las comunidades autónomas, etc.
Del colectivo de extranjeros, entre ocho y diez millones de personas, repito, solamente trabajan legalmente un millón seiscientos mil, es decir únicamente el diez por ciento de los cotizantes a la Seguridad Social. La ratio de extranjeros que trabajan es, pues, muy inferior a la española: uno de cada cinco. Los cuatro restantes viven –o sobreviven– de sus familias, de las ayudas sociales, que aquí damos a propios y extraños, de Cáritas, comedores sociales, etc.
Y, por supuesto, de la economía sumergida. En la casa donde vivo, hay treinta vecinos, y al menos una docena de familias tienen asistentas domésticas extranjeras, seguramente todas –o casi todas– sin asegurar, cobrando en dinero negro…
Por no hablar de la economía sumergida, la mayoría de las chapuzas a domicilio: pintores, albañiles, electricistas…, que también está plagada de extranjeros, que encima tiran los precios, pues como no se molestan en darse de alta, pagar a Hacienda y a la Seguridad Social, pueden trabajar con precios inferiores al autónomo que está legalizado.
O el ancho mundo de la prostitución, mayoritariamente femenino, aunque también hay masculina, que según las malas lenguas ocupa entre 300.000 a 500.000 personas, siendo la mayor parte extranjeras, y que por supuesto, dada nuestra tradicional tendencia a negar lo que es evidente, carece de regulación alguna, lo que supone cero ingresos para el Estado.
En la época del general Franco, tan mojigato según los historiadores, la prostitución estaba reconocida oficialmente; las prostitutas tenían un carné profesional y debían pasar periódicamente por los servicios médicos correspondientes, incapacitándolas para trabajar cuando tenían alguna enfermedad de transmisión sexual, hasta que curasen. Pero las presiones de la ONU, siempre tan empeñada en negar lo evidente, hicieron que España acabase suprimiendo legalmente la prostitución, que no de facto, pues es evidente que existe desde el principio de los tiempos y seguirá haciéndolo hasta el final del mundo…
Todas esas personas utilizan el sistema sanitario, y no se privan incluso de traer a sus padres, hermanos o hijos, para que sean atendidos por nuestros mejores especialistas. Total, es gratis… Al privarse a muchos de ellos de la cartilla sanitaria, pues nada aportan al mantenimiento del país y de la Seguridad Social, han descubierto un agujero en el sistema que utilizan de forma abusiva: los servicios de Urgencias. Basta con darse una vuelta por cualquier dispensario de Urgencias para ver que está absolutamente colapsado de extranjeros, la mayoría carentes de derecho a la asistencia, pero que los facultativos no pueden denegarles, so pena de incurrir en un delito de denegación de auxilio. ¿Se imaginan ustedes que un indocumentado muera en un centro sanitario, sin ser debidamente atendido? El médico correspondiente rápidamente sería encausado penalmente, y expedientado disciplinariamente, además de salir en la prensa, para público escarnio y desprestigio profesional.
Los extranjeros asisten a nuestras escuelas e institutos públicos, y casi monopolizan las becas de comedor, que se dan a las familias necesitadas, desplazando a los españoles en mala situación, en beneficio de extranjeros que nunca han aportado un euro –y muchos tampoco piensan hacerlo– a la Hacienda y Seguridad Social españolas.
En todos los países civilizados se controla la entrada de familiares de los trabajadores extranjeros, procurando evitar que el país se llene de niños y ancianos procedentes de otras naciones, con el sobrecoste que ello supone. Menos aquí. Cualquier marroquí que se precie trae consigo a su mujer, los hijos, los padres y, si me apuran, hasta a los suegros. Total, una persona trabajando, en el mejor de los casos, y ocho o diez recibiendo asistencia sanitaria, ayudas sociales, ocupando plazas escolares, colapsando los hospitales y centros de salud, etc.
En resumen, esta cifra, a toda luz excesiva de extranjeros que no hacen nada, más que vivir de nosotros, no con nosotros, ¿realmente no es preocupante? ¿No tendríamos que limitar la entrada y permanencia de personas que no trabajan –o hacen como que no trabajan– y tampoco acreditan disponer de medios económicos para vivir por cuenta propia? No podemos ser el paraíso de los que creen que todo es gratis.
Parece obvio que en España todos somos iguales, pero los españoles primero…


Ramiro Grau Morancho es abogado,
profesor universitario de Derecho y
miembro de la Real Academia de Jurisprudencia. 

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