El principio general al cual apelar para justificar la guerra en el plano de lo humano es el "heroismo". La guerra, según esto, ofrece al hombre la ocasión de redescubrir al héroe que anida en él. Rompe la rutina de la vida cómoda y, a través de las más duras pruebas, favorece un conocimiento transfigurante de la vida en función de la muerte. El instante final en el cual un individuo debe comportarse como un héroe es el último de su vida terrestre y pesa infinitamente más en la balanza que toda su existencia vivida monótonamente en la agitación incesante de las ciudades. Esto es lo que compensa, en términos espirituales, los aspectos negativos y destructivos de la guerra que el paternalismo pacifista pone unilateral y tendenciosamente de relieve. La guerra, estableciendo y realizando la relatividad de la vida humana, estableciendo y realizando también el derecho de un "más allá de la vida", tiene siempre un valor anti-materialista y espiritual.
Estas consideraciones tienen un peso indiscutible y dejan cortas todas las demagogias del humanitarismo, los lloriqueos sentimentales y las protestas de los paladines de los "inmortales principios" y de la internacional de los "héroes de la pluma". Mientras tanto, es preciso reconocer que para definir bien las condiciones por las cuales la guerra se presenta realmente como un fenómeno espiritual, se debe proceder a un examen ulterior, esbozar una especie de "fenomenología de la experiencia guerrera", distinguir las diferentes formas y jerarquizarlas para dar todo su relieve al punto absoluto que servirá de referencia a la experiencia heroica.
Para ello es preciso referirse a una doctrina que no tiene la estructura de construcción filosófica particular y personal, sino que es, a su manera, una referencia de hecho positiva y objetiva. Se trata de la doctrina de la cuatripartición en todas las civilizaciones tradicionales que da origen a cuatro castas diferentes: siervos, burgueses, aristocracia guerrera y detentadores de la autoridad espiritual. No debe entenderse por casta, como hace la mayoría, una división artificial y arbitraria, sino el lazo que une a los individuos de una misma naturaleza, un tipo de interés y de vocación idéntica, una cualificación original. Normalmente, una verdad y una función determinada definen cada casta y no lo contrario. No se trata pues de privilegios y de formas de vida erigidas en monopolio y basadas en una constitución social conocida, más o menos, artificialmente. El verdadero principio del que proceden estas instituciones, bajo formas históricas más o menos perfectas, es que no existe un modo único y genérico de vivir su propia vida, sino un modo espiritual, es decir, como guerrero, burgués, siervo y, cuando las funciones y reparticiones sociales corresponden ciertamente a esta articulación, según la expresión clásica, estamos ante una organización "procedente de la verdad y de la justicia".
Estas consideraciones tienen un peso indiscutible y dejan cortas todas las demagogias del humanitarismo, los lloriqueos sentimentales y las protestas de los paladines de los "inmortales principios" y de la internacional de los "héroes de la pluma". Mientras tanto, es preciso reconocer que para definir bien las condiciones por las cuales la guerra se presenta realmente como un fenómeno espiritual, se debe proceder a un examen ulterior, esbozar una especie de "fenomenología de la experiencia guerrera", distinguir las diferentes formas y jerarquizarlas para dar todo su relieve al punto absoluto que servirá de referencia a la experiencia heroica.
Para ello es preciso referirse a una doctrina que no tiene la estructura de construcción filosófica particular y personal, sino que es, a su manera, una referencia de hecho positiva y objetiva. Se trata de la doctrina de la cuatripartición en todas las civilizaciones tradicionales que da origen a cuatro castas diferentes: siervos, burgueses, aristocracia guerrera y detentadores de la autoridad espiritual. No debe entenderse por casta, como hace la mayoría, una división artificial y arbitraria, sino el lazo que une a los individuos de una misma naturaleza, un tipo de interés y de vocación idéntica, una cualificación original. Normalmente, una verdad y una función determinada definen cada casta y no lo contrario. No se trata pues de privilegios y de formas de vida erigidas en monopolio y basadas en una constitución social conocida, más o menos, artificialmente. El verdadero principio del que proceden estas instituciones, bajo formas históricas más o menos perfectas, es que no existe un modo único y genérico de vivir su propia vida, sino un modo espiritual, es decir, como guerrero, burgués, siervo y, cuando las funciones y reparticiones sociales corresponden ciertamente a esta articulación, según la expresión clásica, estamos ante una organización "procedente de la verdad y de la justicia".
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