Aaron
Dugmore, 9 años. Este es el caso de un niño que decidió suicidarse porque no aguantaba
la presión racista que ejercían los compañeros asiáticos en su colegio de
Birmingham. Esto no es manipulación, es la cruel realidad. No solo eso, es un
hecho que nos puede pasar a cualquiera. Aaron era un niño cualquiera, como
pueden serlo nuestros hermanos, primos, vecinos, hijos… Un niño europeo, que
iba al colegio, trataba de divertirse como cualquiera de nuestros niños, y al
que seguramente le costaba irse a la cama sin que sus padres le riñeran por
jugar un poco más. Probablemente le gustasen los coches, los dinosaurios, las
chucherías, los animales, el fútbol…, y probablemente también fantasease con lo
que sería de mayor, con cómo quería que fuese su vida, si sería veterinario,
futbolista, presidente, astronauta… con
un futuro que jamás tendrá. Puede que le gustase una niña, de la que no sabía cómo
llamar su atención de otra forma que no fuera metiéndose con ella o tirándole
de la coleta. Aquella niña a la que nunca podrá confesar que le gustaba. Y
puede ser, que también estuviera ahorrando moneda a moneda para comprarse una
bici nueva; una bici que jamás tendrá. Sus padres ya no tendrán que pensar en
cuándo se independizará, si irá a la Universidad, si le harán daño, si llorará,
si tendrá cuidado cuando sea adolescente y salga. Ya no tienen que preocuparse
de nada porque la corta vida de Aaron ha terminado. Su habitación está vacía y
siempre lo estará. Su fragilidad de niño no pudo soportar amenaza tras amenaza,
insulto tras insulto, desprecio tras desprecio. Porque era un niño, que solo
pensaba en jugar, en ser feliz, en tener amigos. Pero le han arrebatado su
infancia. En los recreos, en los que seguramente él quería jugar con sus
amigos, tenía que esconderse, ya que la minoría no tan minoritaria convertida
en mayoría, de origen asiático no ha parado de acosarle, perseguirle y
atormentarle por ser europeo. Le han hecho sentir culpable por ser quien era,
por encontrarse en su país, en su ciudad. Le han hecho culpable de no ser
inmigrante, como si el serlo fuera el único pasaporte para ser feliz. Aaron era
un niño, asesinado por la intolerancia. Todos podemos ser víctimas de esto.
Vivimos en ciudades, pueblos, donde vemos cómo cada día conocemos a menos y
desconocemos a más. Donde las personas mayores ya no miran con complicidad, con
bondad; sus miradas se han convertido en desconfianza. Ciudades, barrios, donde
en muchos casos llegamos al 70% de inmigración. Andamos por calles, nuestras
calles, donde una cierta mirada de hostilidad nos quiere hacer recordar que ya
no son nuestras, que no somos bien recibidos, que somos extraños en tierra
extraña. Donde el olor a comida casera se entremezcla con especias venidas del
lejano oriente. Donde la identidad se pierde con el extranjero. Porque la
historia de Aaron no es más que el resultado trágico de lo que se viene
gestando en la Europa de la multiculturalidad. Porque políticos corruptos y
ricachones sin escrúpulos no quieren que ésta noticia sea más que un pie de
página del caso Bárcenas y la crisis de la economía ¿No merece acaso la
relevancia que supone en sí mismo el valor de la vida de un niño? Este suceso
necesita ser acallado por los inspectores del Pensamiento Único. Políticos,
multimillonarios, capitalistas… Son los primeros beneficiados de que la muerte
del pequeño Aaron no se recuerde. Porque su muerte responde a las causas de lo
que a esos políticos y banqueros les llena sus bolsillos. Porque la muerte de
Aaron es un asesinato.
Tratan
de centrarnos en la crisis económica, pero más que eso, por debajo de todo
aquello con lo que nos bombardean día a día, se encuentra algo mucho más
importante: La crisis de valores. Nos hablan de respeto, de igualdad, de
fraternidad, de libertad. Pero todo eso no es más que teatro. Todo ello, son
los ingredientes necesarios para camuflar los verdaderos fines que rigen el
mundo. Porque sin multiculturalidad no es posible el capitalismo. Pretenden
establecer las bases necesarias en nuestra moral para convertirnos en esclavos,
para que cuando nos abofeteen pongamos la otra mejilla. Los que vinieron en
busca de trabajo, a los que supuestamente explotábamos se han convertido en los
amos que en un futuro no muy lejano serán nuestros dueños. Y no solamente tendremos
que trabajar por y para sus negocios, si no que, en pos de la igualdad y la
tolerancia, tendremos que exterminar nuestra cultura y costumbres de raíz para
permitir que las minorías se trasformen en mayoría absoluta, tirana y
dominante. Porque para el Pensamiento Único el racismo solo es el que ejerce el
pueblo europeo contra los demás, y su verdadera victoria es el introducir esa
idea en nosotros. Porque así nuestras gentes se vuelven sumisas, se callan
frente a las injusticias pensando que el buen comportamiento es el dar de sí
todo sin recibir nada a cambio, y esa es la penitencia a pagar por ser
culpables. Porque somos culpables de ser blancos.
¿Vamos
a permitir que este hecho tan doloroso se convierta en habitual? ¿Tenemos que
permitir el genocidio de Europa? Tenemos que abrir los ojos y ver que todo
aquello que nos rodea se está convirtiendo en nuestra propia tumba y nosotros
mismos somos los que cavamos tan terrible fosa. Este homenaje no atiende a
ningún acto interesado, este homenaje brota del corazón. Es un grito desgarrador
de rabia ante la injusticia. Es el momento de decir basta. Basta ya de ser
siervos de la usura y esclavos de la decadencia. Porque somos quienes somos, y
el sentirnos orgullosos no es un delito, es lo que debemos hacer, ya que si nos
olvidamos a nosotros mismos ¿cómo podremos seguir caminando sin el lastre de
las cadenas de la artificialidad? Si queremos ser libres debemos ser críticos,
pensar por nosotros mismos y deshacernos de todo lo que tratan de insertarnos
de serie en nuestra moral. Porque hoy le han robado la vida a un niño, pero si
nos quitan la infancia de nuestra identidad, si nos arrebatan y aniquilan lo
más tierno y puro que tenemos, no habrá crisis económica que lamentar, porque
entonces estará todo perdido.
Aaron,
el brillo de tu sonrisa nos ilumina como una estrella. Aunque has sonreído poco
tiempo, para nosotros será eterno. Ya te has convertido en supernova, ahora
todo tu resplandor centellea sobre el universo, y tu sonrisa y su brillo
estarán de forma perpetua, como tus ojos… por tiempo infinito.
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