Calculo que fue a primeros de
octubre o quizá a fines de septiembre de 1936 cuando apareció
en el “Boletín Oficial del Estado” un hermoso artículo de esos
que solía publicar por entonces semejante publicación tan
escasamente dotada para el lirismo. Del citado artículo el
mejor párrafo y el que más conmovió a la gente de todos los
niveles fue éste: “Los alféreces provisionales prestarán servicios
únicamente en las unidades armadas, con preferencia en las
que forman parte de las columnas de operaciones”.
La verdad es que todos los
jóvenes universitarios de la zona campamental, de la España
chiquita, menuda y bonita, que iba creciendo a ritmo de
bayoneta, estaban ya enrolados, por lo general en la Falange,
en el Requeté o en el Ejército, aunque no faltaron otros que
eligieron milicias de menos resonancia, pero también efectivas y
valerosas. La verdad es que el título de bachiller como
mínimo y los dieciocho años que se exigían para cursar los
fulgurantes cursos de Alférez Provisional pescaban de lleno a
muchos, y también a otros muchos que ni tenían el bachiller
ni habían cumplido los dieciocho años, pero que se las
areglaron para ingresar, aun a costa de un falso juramento,
porque tenían prisa de morir por Dios y por España al
frente, por ejemplo, de una sección de Infantería.
Era como si todos hubiesen
escuchado aquella voz angustiada de don Miguel de Unamuno,
Rector de Salamanca, maestro indiscutible, pero siempre
discutidísimo, vasco universal al pie de las piedras doradas y
universitarias, que clamó: “Salvadnos, jóvenes!”. Porque, aunque
hoy muchos no lo crean, aquella guerra era inevitable y hasta
necesaria, tan necesaria como recordarla hoy por parte de los
que nos alzamos por la Victoria en beneficio de las últimas
generaciones, algo equivocadas—acaso por culpa nuestra—respecto a
lo que constituyó el mejor palmarés entre los mejores años de
nuestra vida, que hubimos de cruzar no en un descapotable, sino
a pecho descubierto y oyendo cómo cantaban los pájaros de la
muerte.
El origen del provisional o estampillado lo explica como los ángeles una copla del tiempo:
“Venimos de las trincheras
y entramos en un convento;
allí se nos estampilla
y a los cuatro días muertos.”
y entramos en un convento;
allí se nos estampilla
y a los cuatro días muertos.”
Los conventos servían de academias
militares, destino infinitamente superior en nobleza al que
ahora tienen algunos de ellos en Guipúzcoa o en Vizcaya, o
bien el de los capuchinos de Sarriá o los frailes de
Montserrat, allá por la brava Cataluña que tantos voluntarios
dio, como los diera el país vasco.
Toda España pilpileaba de mozos
que querían ser o alféreces o sargentos provisionales, camaradas
bien avenidos siempre junto al riesgo. Fueron acogidos por el
pueblo con esa desgarrada ternura de nuestra gente que se
crece en la hora necesaria, haciendo del dolor risa, humor
negro, canción o refranero. Así se decía: “Alférez Provisional,
cadáver efectivo”, y algunos que no conocían bien la jerga
burocrática militar trastocaban un tantico este dicharacho:
“Alférez Provisional, cádaver definitivo”. Se les llamaba
“angelitos al cielo”, porque tenían cara de niños y casi lo
eran, lo que sucede es que ya llevaban años de entrenamiento
para la guerra en aquella civil que constituyó en general la
vida de España bajo la Segunda República, en cuyo primer
parlamento, las famosas Cortes Constituyentes ya amenazaban con
guerra sin cuartel a los mismos gobernantes, mientras discutían
una Constitución en que se renunciaba a la guerra, entre
otras cosas.
Las primeras promociones salieron
de Burgos y Sevilla nada más iniciarse la otoñada del 36, con
Madrid al alcance de la mano. El mando esperaba con infinita
y serena ansiedad el resultado del experimento, aunque con la
seguridad que daba el contar con antecedentes como el del
Batallón Literario de Santiago de Compostela cuando la
francesada y los cursos abreviados, aunque no tanto, para las
guerras carlistas, Cuba, Filipinas y hasta la de Marruecos, si
bien fuera en estos últimos casos a través de las académias
oficiales. Del frente llegaron buenas noticias. Pudieran
resumirse en la frase de aquel Comandante que se dirigió a su
escalón superior solicitando: “A mí que me envíen de esos
niños que palman tan bien”.
Sí que palmaban de prisa.
Resucitaba el viejo dicho marroquí: “La primera paga para el
uniforme, la segunda para la mortaja”. Y florecía una novedad:
“Los alféreces provisionales son animales que nacen, crecen,
se estampillan y mueren”.
La historia documental de nuestra
guerra está en condiciones de demostrar hasta qué punto es
cierto lo de la fugacidad media de la vida de un
estampillado, llamado así por la estampilla o parche negro que
llevaba sobre el bolsillo izquierdo de su guerrera o camisa,
con la estrella de seis puntas en el centro o el galón de
Sargento. Víctor de la Serna, aquel incomparable periodista,
escribía sobre ellos: “Algo que no se ha dado, me parece,
jamás en ningún Ejército del mundo: se han tenido que tomar
medidas para ‘represión del heroísmo’. El desprecio del Alférez
Provisional por la muerte es tal, que se han tenido que dar
instrucciones muy severas que llegan incluso a la desposesión
del empleo, aunque se premie el acto heroico, cuando éste se
juzgue excesivo por el mando”.
Se cantaba mucho en las
academias—como en el frente o en la retaguardia—, pero con más
disciplinada solemnidad. Recuerdo la estrofa de un himno que
era como un “Ave, Caesar, morituri” y compañía, etc., etc…:
“La juventud está en nuestras filas
y nuestro es también el porvenir;
España, te haremos Una, Grande y Libre,
aunque nosotros vamos a morir.”
y nuestro es también el porvenir;
España, te haremos Una, Grande y Libre,
aunque nosotros vamos a morir.”
Eso se daba por descontado. Todo
lo demás era una simple propina que a algunos nos ha
alcanzado hasta el día de hoy, no sin que el cuerpo haya
sido más derrotado que el corazón, pero “aquí estamos”,
convencidos de que el sacrificio de todos, absolutamente de
todos los españoles que se quemaron en la gran hoguera de
1936-1939 no puede de ninguna manera ser inútil para el
progreso, el entendimiento y la paz española, aunque para ello
fuese preciso todo.
Queda lejano el tiempo de la
juventud nuestra, tan arriscada, difícil y sangrienta. No nos
arrepentimos de nada. Sólo exigimos que sirva en el nombre de
los que murieron como el falangista aquél, Sargento de
morteros, que escribió:
“Madre, si muero soltero,ya tendrán mis camaradas
los hijos por los que muero!”.
Porque entonces se moría pensando en los hijos que todavía no teníamos, con una generosidad derrochadora.
Rafael García Serrano
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