Cuenta la leyenda que Sísifo, rey de Corinto, era un notas que no se
cortaba un pelo en vacilar a los mismísimos dioses. Según parece, Zeus,
muy aficionado, como es sabido, a raptar mortales macizas, había hecho
lo propio con una tal Egina que debía de estar bastante buena. El padre
de Egina, Asopo, que era también un dios, se tomó a mal la cosa y,
aprovechando que pasaba por Corinto, le pidió a Sísifo que se tirase el
rollo y le echara una mano para localizar al sinvergüenza que se había
llevado a la chavala. Sísifo, a cambio del correspondiente soborno, le
largó toda la movida a Asopo y, claro, se lió parda.
El caso es que a Zeus no le hizo maldita la gracia tanto chismorreo y
condenó a Sísifo, por chota, a empujar un pedrusco montaña arriba con
tan mala idea que, cuando estaba a punto de llegar a la cima, el
pedrusco, que pesaba un huevo, rodaba otra vez hacia abajo y Sísifo,
hecho un pringadete, tenía que volver a subirlo. Y así hasta el infinito
y más allá. Una cabronada, como puede apreciarse. Y un coñazo.
El caso es que el 2 de enero, Aniversario de la Toma de Granada que
puso fin a casi ocho siglos de invasión sarracena de España, viendo el
panorama político-festivo que disfrutamos, no he podido evitar recordar
la condena de Sísifo. Sólo que en nuestro caso, en lugar de subir una
piedra eternamente a la cima de una montaña, la condena consiste en
dejarnos los huevos para librar a nuestra Patria de mangantes,
invasores, cabronazos y demás fauna para, cuando lo conseguimos tras
grandes esfuerzos, tener que volver a empezar.
Y es que jode bastante que quinientos veintidós años después de que los
españoles culmináramos la victoria contra la morisma que nos llevaba
haciendo la puñeta ocho siglos, de que expulsáramos por fin a los judíos
y pusiéramos los cimientos para nuestra unidad territorial fundando el
primer Estado moderno de Europa, estemos como al principio: gobernados
por una panda de chorizos, con nuestra unidad territorial puesta en
riesgo por la ineptitud, necedad e hijoputez de los políticos, y con una
chusma (electorado la llaman los cursis) más pendiente del libro de
Belén Esteban, del disco de Paquirrín, de la cadera del borbón, o de las
mongoladas de Ana Botella que de los jetas, mamonazos, mangantes,
cocougeteros y personal adjunto que viven como Dios a costa de la pasta
que nos trincan.
Por eso, la Toma de Granada, conmemoración gozosa aunque sólo sea por
ver el berrinche que se suelen llevar los perroflautas, gilitertulianos
comenabos y demás lamentables especímenes de la progredumbre, es en
realidad un triste recordatorio de que los españoles tenemos el
superpoder de convertir en mierda inútil las gestas más gloriosas de
nuestra Historia. Como en la condena de Sísifo, tras conseguir que el
último mojamé nos entregue las llaves de Granada, el pedrusco vuelve a
rodar cuesta abajo y volvemos a estar junto a Pelayo en la gruta de
Covadonga.
La Antorcha Negra
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