Castellani
llamaba a la libertad de opinión «patente del sofista», y también «el chillar
de los ineptos para acallar al sabio». Esto, dicho desnudamente, puede parecer
tremebundo; pero, si nos detenemos a reflexionarlo, habremos de concluir que el
agreste cura argentino tenía -como casi siempre- razón. El origen de esta conversión de la
libertad de opinión en un campo de Agramante donde los sofistas y los ineptos
sacan partido habría que buscarlo en la malversación del principio de igualdad,
que tal como fue formulado en sus orígenes establecía que los hombres eran
iguales por origen, pero en modo alguno iguales en méritos. Hogaño, una persona
puede dedicar su vida entera, por ejemplo, al estudio de Homero; puede quemarse
las pestañas en la medición de sus versos, en la ponderación de sus epítetos y
en el escrutinio de sus figuras retóricas; y llegar a la conclusión de que
Homero es la octava o novena maravilla del orbe.
Del mismo
modo, una persona que solo haya leído a Homero en una traducción inepta (¡o
incluso que no haya posado los ojos en su puñetera vida sobre una línea de
Homero!) puede decir sin empacho, haciendo uso de su sacrosanta libertad de
opinión, que Homero es una mierda pinchada en un palo; y su opinión será tan
'digna' como la del estudioso devoto (incluso podría ocurrir, si tiene cuerdas vocales más
resistentes y mayor desparpajo, que su opinión prevalezca sobre la del
estudioso). Sobre todo, porque los destinatarios de sus sinrazones, que en su
mayoría serán igual de refractarios a las delicias homéricas que él, se
identificarán antes con el borrego que rebaja la categoría del rapsoda ciego
que con los argumentos del experto, que inevitablemente hablará en un lenguaje
que a la mayoría se le antojará jeroglífico (¡sabihondo!, ¡pedante!,
¡fascista!, le gritarán). Y es que nada odia más el que no sabe que aquello
que no puede entender, en razón de su ignorancia.
Una vez
igualados en 'dignidad' el docto y el ignaro, el siguiente paso consistirá en
expulsar al docto del ágora, no sea que de vez en cuando logre convencer a
alguien, a pesar de su pedantería. Para ello, el ignaro procurará desterrar del
debate cualquier asunto cuya comprensión requiera siquiera una pizca de
sabiduría, o bien abordar tales asuntos desde perspectivas que hagan
ininteligible (haciéndola aparecer incluso como ridícula ante los ojos de la
chusma) la aportación del sabio. Así se explica, por ejemplo, el viaje hacia
el inframundo que los medios de comunicación iniciaron hace ya bastante tiempo,
y de modo especialmente penoso la televisión, donde los programas de 'debate' y
'tertulia' se han convertido en un auténtico 'chillar de los ineptos', solo que
sin ningún sabio que acallar; y si, por rara casualidad, un sabio se inmiscuye
en el guirigay habrá de resignarse a parecer igualmente necio, a chillar
tanto como los demás y proferir las mismas necedades (a ser posible, siguiendo
el argumentario que le dicten desde Ferraz o Génova), como el protagonista de
El país de los ciegos, el relato de H. G. Wells, tuvo que dejarse sacar los
ojos para ser aceptado en sociedad.
A este
estado calamitoso nos ha llevado la libertad de opinión entendida como patente
del sofista. A ello se suman otros factores que entenebrecen aún más ese gran
pandemónium en el que se han convertido las opiniones en porfía. La mayor parte
de los 'opinantes' son personas que, más allá de su dudosa formación, más allá
de su menesteroso dominio de las reglas de la sintaxis y la sindéresis, se
muestran incapaces de elevar los hechos hasta sus primeras causas; es decir, no
les da el cuero (que diría un argentino) para hallar, entre el embrollo de
enrevesadas minucias con que nos golpea la actualidad, el camino que conduce
hacia los principios originarios (tal vez porque carecen de principios).
Y así, sus
opiniones, en lugar de desenredar el ovillo de estrépitos con que nos aturde la
actualidad, no hacen sino incorporar nuevos ruidos discordantes al barullo. Como,
además, los 'opinantes' suelen caracterizarse por un lenguaje mostrenco y nada
creativo, en el que los pensamientos luminosos brillan por su ausencia, en el
que las delicias de la retórica se han declarado en huelga, en el que las
dulzuras asociativas de las ideas y las palabras quedan reducidas hasta
extremos de parálisis, y en donde los apriorismos más rudimentarios, los
eslóganes más marrulleros y la bazofia de las consignas partidarias campean por
sus fueros... su papilla de palabras muertas logrará, en efecto, acallar
cualquier intento de razonamiento que rebase, aunque sea mínimamente, las
posibilidades intelectivas de un homínido.
Todo ello,
por supuesto, en nombre de la sacrosanta libertad de opinión.
Juan Manuel Prada Blanco
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