«¿Cómo conmover a un pueblo tan
desencantado y hastiado como el nuestro, si no haciéndolo temblar ante
peligros imaginarios?», escribía Tocqueville en El antiguo régimen y la
revolución. Los peligros imaginarios, hoy, son los que la clase
político-mediática saca de su chistera para desviar la atención de los
verdaderos peligros y, subrepticiamente, hacer olvidar sus torpezas. La
denuncia del «populismo» –la «amenaza populista», la «deriva
populista», la «tentación populista»– obviamente forma parte de ese
ardid. A inicios de los años ochenta, el término, que antes era poco
común, forzadamente ingresó al discurso público. Desde entonces
funcionó como una injuria política que de manera contradictoria
pretendía alcanzar un estatuto de categoría de análisis.
Es
verdad que hoy el populismo es ante todo un estilo o una postura y,
como tal, se puede combinar con cualquier ideología:
nacional-populismo, populismo ultraliberal, populismo de izquierda,
populismo obrero, etcétera. El populismo puede ser democrático o
reaccionario, solidarista o xenófobo. Es un camaleón, una palabra
elástica que el discurso mediático o pseudo letrado puede muy fácilmente
diabolizar pues, al carecer de un contenido verdadero, se puede
aplicar a cualquier cosa. De allí su «polémica utilización excesiva»
(Pierre-André Taguieff) que tiende a desalentar tipologías y
definiciones.
En tanto estilo, el
populismo es sobre todo un rasgo que asumen los partidos atrapa-todo,
que sirve para multiplicar las promesas desde una perspectiva
esencialmente demagógica. Sus jefes, tribunos de maxilares apretados o
sonrisa telegénica, explotan apuros y rencores, capitalizan los miedos,
las miserias y las angustias sociales, designando frecuentemente a
algunas víctimas propiciatorias –sin cuestionar jamás la lógica del
capital. Su postura más común consiste en llamar al pueblo contra el
sistema en turno. Este «llamado al pueblo» es, evidentemente, equívoco,
y no lo sería si no fuera porque la noción de «pueblo» puede ser
comprendida de muchas maneras. El populismo tiene también su parte
ingenua cuando se limita a incensar las «virtudes innatas» del pueblo,
la seguridad «espontánea» de sus juicios que vuelven inútil cualquier
mediación. Se ha podido decir que los populistas no hacen política más
que a contrapelo. Corren pues el riesgo de caer, ya sea en una actitud
meramente impolítica o bien en un poujadismo ramplón.
Sin
embargo, aunque es criticable que sea así, el populismo posee un valor
de síntoma. Reacción «de lo bajo» hacia algo «alto» en donde la
experiencia del poder se confunde con el usufructo de privilegios, y
representa sobre todo el rechazo a una democracia representativa que
ya no representa nada. Protesta contra el carcomido edificio de
instituciones que sobresalen como recortadas del país real, revelador a
su vez de lo disfuncional de un sistema político que ya no responde a
la espera de los ciudadanos y que se revela incapaz de asegurar la
permanencia del lazo social, y da testimonio de un malestar creciente en
el seno de la vida pública, de un desprecio de la Nueva Clase que no
deja de extenderse. Es sintomático de una crisis de la
democracia, recientemente analizada por Gérard Mendel como «una
tendencia a la que se suman la desacralización de la autoridad, la
pérdida de fe en las ideologías globalistas, la convergenciagestionaria
de los grandes partidos, el sentimiento difuso de que las fuerzas
económicas son más poderosas». Dicho populismo surge cuando los
ciudadanos ven en las urnas sólo un simple motivo del que ya no pueden
esperar nada.
Bajo tales
condiciones, la denuncia del «populismo» muy a menudo apunta a desarmar
la protesta social, tanto en el seno de una derecha preocupada por sus
intereses como de una izquierda que se ha vuelto masivamente
conservadora y escindida del pueblo. Esto permite que la Nueva Clase se
vuelva venal y corrompida, y cuya principal preocupación es la
«deslegitimación de todo aquello que para el pueblo es una causa por
defender en favor de aquello que para el pueblo es un problema por
resolver» (Annie Collovald); de ver al pueblo con desdén. Que «recurrir
al pueblo» pueda ser denunciado como una patología política, o sea,
como una amenaza para la democracia, es a este respecto muy revelador.
Esto es olvidar que en democracia el pueblo es el único depositario de
la soberanía; sobre todo cuando es conculcada.
Reducir
el populismo a una simple postura se vuelve sinónimo de demagogia, es
decir, de mistificación. Pero el populismo también puede existir como
forma política casi entera, esto es, como sistema organizado de ideas.
Además tiene sus grandes ancestros: ludistas y cartimagnistas ingleses,
agraristas estadounidenses, populistas rusos (narodnitchestvo),
sindicalistas revolucionarios y representantes del socialismo francés
de tipo asociativo y mutualista, eso sin olvidar a algunos grandes
teóricos, de Henry George a Bakunin, de Nicolás Chernievski a
Pierre Leroux, Benito Malon, Sorel y Proudhon.
Como
forma política el populismo se expresa por un compromiso hacia las
comunidades locales más que hacia la «gran sociedad». No se siente
solidario ni con el Estado ni con el Mercado, rehúsa tanto el estatismo
como el individualismo liberal. Aspira a la libertad y a la igualdad,
pero es profundamente anticapitalista pues ve muy bien que el reino de
la mercadería liquida todas las formas de vida común a las que está
apegado. Al aspirar a una política acorde a los anhelos populares,
fundada en una moral popular por la que la Nueva Clase no siente más que
desprecio, busca crear nuevos lugares de expresión colectiva sobre la
base de una política de proximidad.
Postula
que la participación de los ciudadanos en la vida pública es más
importante que el juego de las instituciones. Y finalmente, concede una
importancia central a la noción de subsidiaridad, y es por ello que se
opone explícitamente a las elites político-mediáticas, gerenciales y
burocráticas.
Anti-elitista, el
verdadero populismo es pues incompatible con todos los sistemas
autoritarios con los que solemos asimilarlo. Es también incompatible
con los pomposos discursos de líderes autoproclamados que pretenden
hablar en nombre del pueblo, pero que no se atreven a darle la palabra.
Desde el momento en que se desata el impulso desde arriba, y que lo
hace un tribuno demagógico para dirigirse al fondo de la protesta
social o del descontento popular, sin dejar jamás que el pueblo se
exprese por sí mismo, es cuando salimos del populismo propiamente
dicho.
Reinstalado en su propia
perspectiva, el populismo tiene tanto o más futuro que la
política institucional, que decrece cada vez más. En el presente, el
populismo es él único que puede sintetizar el eje justicia
social-seguridad que tiende a suplantar al eje izquierda-derecha o
los conflictos sociales de tipo más clásico. Es en ese punto donde
ofrece una alternativa respecto de la hegemonía liberal fundada
solamente en la política representativa. Al proponer revigorizar la
política local gracias a una concepción responsable de la política
participativa, puede desempeñar un papel liberador. Recuperaría así su
tarea original: servir a la causa del pueblo.
Encontrado en: Identitarios
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