El teniente Soto
coge la guitarra y canta con su acento andaluz «19 días y quinientas
noches». Tiene la mirada clara y un sentido del humor irreductible. En
la mesa hay un par de platos de chorizo, un poco de queso y refrescos.
Es toda la «juerga» que se pueden permitir en la base avanzada Ricketts,
en Moqur, Afganistán. Están de despedida. A los médicos que han estado
con ellos les toca relevo. La 12 compañía paracaidista de la III Bandera
se queda hasta noviembre. Ahí fuera, tras los muros del antiguo fuerte
inglés aún queda mucho por hacer, mucho talibán aguardando el momento
propicio para atacar, mucho afgano al que sacar de la época de Moisés,
al que dar una esperanza más allá de la tragedia en la que han vivido
siempre.
Aquello no es la guerra anónima que vivimos desde aquí. Quienes la libran tienen nombres y apellidos, se conocen perfectamente, son amigos, compañeros, hermanos de sangre. Sus rostros son los de la fotografía, los de gente normal que por la calle pasarían desapercibidos pero que guardan algo extraordinario. Su lema: «¡Hasta la muerte!». Su fin, como reza la oración paracaidista, ser «el mejor soldado de la Patria». Y por encima de todo, la misión.
El 9 de julio no hubo guitarras. Hubo un herido, el caballero legionario paracaidista Javier Párraga, cuya foto cuelga del corcho del puesto de mando; casi dos mil cartuchos empleados; más de una decena de granadas; varias decenas de disparos de fusiles de precisión y nueve talibanes abatidos. Pese a todo esto, los que estuvieron recalcan, con la humildad propia de quien sabe que el de al lado ha vivido lo mismo, que no fue una acción especial, que fue «normal», que ellos y sus compañeros de las otras dos secciones han pasado por muchas situaciones similares.
El informe de lo que ocurrió aquel día habla de valor, liderazgo, dotes de mando, compromiso, eficacia, destreza, serenidad... Esto último es lo que desprende el capitán Pablo Torres del Pliego, jefe de la compañía. Es un hombre robusto, afable, discreto y noble. Él respeta y es respetado. Habla a sus hombres con firmeza pero con la consideración y confianza que se tienen los guerreros entre sí.
Con él al frente salieron aquel día de la base. Eran las ocho de la mañana. Su misión era realizar una patrulla de reconocimiento y seguridad en las localidades de Arab, Sulgurpari y Lamari para dificultar al enemigo que se adueñara de zonas dominantes al noreste de la base. El capitán Torres salía con la III sección de fusiles, zapadores, tiradores, y una serie de apoyos fundamentales en una patrulla. Junto a ellos, una sección del ejército afgano con sus tutores españoles al mando del comandante Alberto Fajardo, un oficial carismático, bromista, con un lenguaje poco dogmático, pero tan orgulloso de la misión que está realizando como de sus hombres.
A las 10 y veinte de la mañana, en las inmediaciones de Sulgurpari, un disparo aislado pone en alerta a toda la patrulla. Las cinco horas y media siguientes fueron más que intensas, aunque «el tiempo pasa rápido», asegura el sargento Jara. El fuego enemigo se incrementa hasta que apenas cuarenta minutos después de esa primera bala, una lluvia de proyectiles cae sobre la patrulla desde su flanco derecho. El sargento Coll, un tipo misterioso y de mirada contundente, y el soldado Párraga habían alcanzado los primeros la altura de una cota. Una de las balas impacta en el costado del segundo y se le queda alojada cerca de la rabadilla. Los hechos se suceden a toda velocidad. Los soldados Perea, Regalado y Torres, junto al sargento Olmo, realizan fuego de supresión sobre las posiciones talibanes, mientras Coll, bajo fuego enemigo, logra poner a cubierto a Párraga. Entre él y el comandante Fajardo aplican los primeros auxilios al herido y automáticamente, ayudados por el propio capitán Torres y los soldados Torres y Regalado, además de los dos intérpretes, evacúan al herido entre los disparos de los insurgentes. Coll recuerda que «las balas nos silbaban por encima, pero Párraga estaba tranquilo, sereno». El teniente Soto, mientras, había avanzado sus posiciones para dar protección a la ambulancia con los vehículos de su sección disparando al enemigo.
Tras dejarlo en la ambulancia –«el tío sonreía»–, el capitán, el sargento Coll y el comandante Fajardo regresan corriendo a la primera línea. El teniente Bérmudez, un hombre alto y tan rotundo como tranquilo, portaba la radio. No se separó ni un minuto del capitán para que éste siguiera dando instrucciones a sus hombres, yendo mucho más allá de los cometidos que tenía asignados como «sombra» de Fajardo.
Soto, que recibía disparos a diestro y siniestro mientras reconocía y aseguraba la posición de aterrizaje del helicóptero a pie, no dejaba de apoyar con sus vehículos el contraataque de las tropas. Regalado y Torres volvían corriendo a su posición, pero antes se acuerdan de llevar munición y agua para los de primera línea.
A esas alturas los talibanes incluso habían disparado con lanzagranadas a la patrulla, que seguía batiendo las posiciones enemigas, ya pertrechados y reforzados. Para entonces también, el cabo Aliaga y el soldado Náveda, parsimoniosos en sus formas de tiradores de precisión, habían hecho sendos blancos a 1.300 metros de distancia.
De la base avanzada sale a toda velocidad la fuerza de reacción rápida liderada por el teniente Morales. Cuando habla mete los pulgares en el cinturón a ambos lados de la hebilla y hecha la cabeza un poco hacia delante. No es alto ni bajo, y nada hace sospechar que a su corta edad, no debe superar los 25 años, ya tiene una larga experiencia en esa guerra y cuenta con una cruz al mérito militar con distintivo rojo por su demostración de serenidad y liderazgo, cuando era alférez, tras el asesinato en Qala-i-Now de dos guardias civiles en 2010.
El enemigo, mientras, trata de reforzarse. Está bien organizado, pertrechado en trincheras, y trata de optimizar sus andanadas. Pero a esas alturas, con la fuerza de reacción rápida sobre el terreno, con los hombres del teniente Soto redesplegados y en mejores posiciones, con los tiradores batiendo al enemigo, los morteros cayéndoles y los cazas aliados sobrevolando a los talibanes, la batalla era de los españoles. El enemigo se quedaba sin agua ni munición, pero seguían llegando alertas de más movimientos insurgentes, de minas, siguen disparando... Ya nada pueden hacer. Se repliegan. A las 15:27 de aquel 9 de julio, los «paracas» vuelven a su base.
El informe del combate está plagado de nombres: Riofrío, Meza, González Gómez, Espinosa, Pico, Lázaro, Ibáñez, Ballesteros, Martínez Guadix, Cuesta, Martínez Sánchez, Pérez, Bobadilla, García Flores, Gallego, Reguera, Moreno, Rodríguez Carpio, Molina... Muchos estuvieron expuestos al fuego enemigo con tal de mejorar la eficacia del combate. «Mejor morir que perder la vida», dice una pintada en la puerta de la cantina. Fueron eficaces, valientes, serenos. Todos se jugaron la vida y volvieron a la base acordándose de Párraga con la misión cumplida. «Malditos de aquellos que olvidan a sus héroes», añade otra pintada.
«Allí te das cuenta –reflexiona Soto– de la importancia de la instrucción, de tantas horas de maniobras en San Gregorio». Quizá por eso otro añade que «pánico nunca se tiene, pero miedo siempre se pasa». El teniente Morales, con los dedos en el cinturón, apuntilla: «En los momentos duros te das cuenta de la importancia de los valores».
Muchos días después el capitán Torres del Pliego se dirige al comedor. Se cruza con otros que van de patrulla. «¡Tened cuidado!», les grita. «¡No, mi capitán, que tengan cuidado ellos!», responden sonrientes y siguen su camino. Son gente que hace normal lo extraordinario, cotidiano lo heroico. Y lo hacen «¡hasta la muerte!».
Aquello no es la guerra anónima que vivimos desde aquí. Quienes la libran tienen nombres y apellidos, se conocen perfectamente, son amigos, compañeros, hermanos de sangre. Sus rostros son los de la fotografía, los de gente normal que por la calle pasarían desapercibidos pero que guardan algo extraordinario. Su lema: «¡Hasta la muerte!». Su fin, como reza la oración paracaidista, ser «el mejor soldado de la Patria». Y por encima de todo, la misión.
El 9 de julio no hubo guitarras. Hubo un herido, el caballero legionario paracaidista Javier Párraga, cuya foto cuelga del corcho del puesto de mando; casi dos mil cartuchos empleados; más de una decena de granadas; varias decenas de disparos de fusiles de precisión y nueve talibanes abatidos. Pese a todo esto, los que estuvieron recalcan, con la humildad propia de quien sabe que el de al lado ha vivido lo mismo, que no fue una acción especial, que fue «normal», que ellos y sus compañeros de las otras dos secciones han pasado por muchas situaciones similares.
El informe de lo que ocurrió aquel día habla de valor, liderazgo, dotes de mando, compromiso, eficacia, destreza, serenidad... Esto último es lo que desprende el capitán Pablo Torres del Pliego, jefe de la compañía. Es un hombre robusto, afable, discreto y noble. Él respeta y es respetado. Habla a sus hombres con firmeza pero con la consideración y confianza que se tienen los guerreros entre sí.
Con él al frente salieron aquel día de la base. Eran las ocho de la mañana. Su misión era realizar una patrulla de reconocimiento y seguridad en las localidades de Arab, Sulgurpari y Lamari para dificultar al enemigo que se adueñara de zonas dominantes al noreste de la base. El capitán Torres salía con la III sección de fusiles, zapadores, tiradores, y una serie de apoyos fundamentales en una patrulla. Junto a ellos, una sección del ejército afgano con sus tutores españoles al mando del comandante Alberto Fajardo, un oficial carismático, bromista, con un lenguaje poco dogmático, pero tan orgulloso de la misión que está realizando como de sus hombres.
A las 10 y veinte de la mañana, en las inmediaciones de Sulgurpari, un disparo aislado pone en alerta a toda la patrulla. Las cinco horas y media siguientes fueron más que intensas, aunque «el tiempo pasa rápido», asegura el sargento Jara. El fuego enemigo se incrementa hasta que apenas cuarenta minutos después de esa primera bala, una lluvia de proyectiles cae sobre la patrulla desde su flanco derecho. El sargento Coll, un tipo misterioso y de mirada contundente, y el soldado Párraga habían alcanzado los primeros la altura de una cota. Una de las balas impacta en el costado del segundo y se le queda alojada cerca de la rabadilla. Los hechos se suceden a toda velocidad. Los soldados Perea, Regalado y Torres, junto al sargento Olmo, realizan fuego de supresión sobre las posiciones talibanes, mientras Coll, bajo fuego enemigo, logra poner a cubierto a Párraga. Entre él y el comandante Fajardo aplican los primeros auxilios al herido y automáticamente, ayudados por el propio capitán Torres y los soldados Torres y Regalado, además de los dos intérpretes, evacúan al herido entre los disparos de los insurgentes. Coll recuerda que «las balas nos silbaban por encima, pero Párraga estaba tranquilo, sereno». El teniente Soto, mientras, había avanzado sus posiciones para dar protección a la ambulancia con los vehículos de su sección disparando al enemigo.
Tras dejarlo en la ambulancia –«el tío sonreía»–, el capitán, el sargento Coll y el comandante Fajardo regresan corriendo a la primera línea. El teniente Bérmudez, un hombre alto y tan rotundo como tranquilo, portaba la radio. No se separó ni un minuto del capitán para que éste siguiera dando instrucciones a sus hombres, yendo mucho más allá de los cometidos que tenía asignados como «sombra» de Fajardo.
Soto, que recibía disparos a diestro y siniestro mientras reconocía y aseguraba la posición de aterrizaje del helicóptero a pie, no dejaba de apoyar con sus vehículos el contraataque de las tropas. Regalado y Torres volvían corriendo a su posición, pero antes se acuerdan de llevar munición y agua para los de primera línea.
A esas alturas los talibanes incluso habían disparado con lanzagranadas a la patrulla, que seguía batiendo las posiciones enemigas, ya pertrechados y reforzados. Para entonces también, el cabo Aliaga y el soldado Náveda, parsimoniosos en sus formas de tiradores de precisión, habían hecho sendos blancos a 1.300 metros de distancia.
De la base avanzada sale a toda velocidad la fuerza de reacción rápida liderada por el teniente Morales. Cuando habla mete los pulgares en el cinturón a ambos lados de la hebilla y hecha la cabeza un poco hacia delante. No es alto ni bajo, y nada hace sospechar que a su corta edad, no debe superar los 25 años, ya tiene una larga experiencia en esa guerra y cuenta con una cruz al mérito militar con distintivo rojo por su demostración de serenidad y liderazgo, cuando era alférez, tras el asesinato en Qala-i-Now de dos guardias civiles en 2010.
El enemigo, mientras, trata de reforzarse. Está bien organizado, pertrechado en trincheras, y trata de optimizar sus andanadas. Pero a esas alturas, con la fuerza de reacción rápida sobre el terreno, con los hombres del teniente Soto redesplegados y en mejores posiciones, con los tiradores batiendo al enemigo, los morteros cayéndoles y los cazas aliados sobrevolando a los talibanes, la batalla era de los españoles. El enemigo se quedaba sin agua ni munición, pero seguían llegando alertas de más movimientos insurgentes, de minas, siguen disparando... Ya nada pueden hacer. Se repliegan. A las 15:27 de aquel 9 de julio, los «paracas» vuelven a su base.
El informe del combate está plagado de nombres: Riofrío, Meza, González Gómez, Espinosa, Pico, Lázaro, Ibáñez, Ballesteros, Martínez Guadix, Cuesta, Martínez Sánchez, Pérez, Bobadilla, García Flores, Gallego, Reguera, Moreno, Rodríguez Carpio, Molina... Muchos estuvieron expuestos al fuego enemigo con tal de mejorar la eficacia del combate. «Mejor morir que perder la vida», dice una pintada en la puerta de la cantina. Fueron eficaces, valientes, serenos. Todos se jugaron la vida y volvieron a la base acordándose de Párraga con la misión cumplida. «Malditos de aquellos que olvidan a sus héroes», añade otra pintada.
«Allí te das cuenta –reflexiona Soto– de la importancia de la instrucción, de tantas horas de maniobras en San Gregorio». Quizá por eso otro añade que «pánico nunca se tiene, pero miedo siempre se pasa». El teniente Morales, con los dedos en el cinturón, apuntilla: «En los momentos duros te das cuenta de la importancia de los valores».
Muchos días después el capitán Torres del Pliego se dirige al comedor. Se cruza con otros que van de patrulla. «¡Tened cuidado!», les grita. «¡No, mi capitán, que tengan cuidado ellos!», responden sonrientes y siguen su camino. Son gente que hace normal lo extraordinario, cotidiano lo heroico. Y lo hacen «¡hasta la muerte!».
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